Yo meto la pata

Sí, y cuando lo hago, que es con frecuencia, no acostumbro a quedarme corto, no me detengo en los detalles. ¿Han escuchado alguna vez la historia de ese cabezahueca que felicitó por su estado de buena esperanza a una doncella que, en un verano relajado, solo había cogido algunos kilos de más? Bien, pues fui yo.

Meto la pata, tiendo a improvisar, me dejo llevar por pensamientos poco reflexivos, marro, desbarro y me cebo, y lo hago en conversaciones con amigos y con desconocidos y –no lo vamos a negar–, también de vez en cuando en el aula.

Quitémonos ya la tirita: el otro día solté en clase que Esquilo era el autor de Edipo rey. Es cierto que fue en medio de una digresión que no tenía prevista, pero ahí quedó. Tampoco es que dijera que la Catedral de Santiago es obra de Compostela. Sin embargo, a mí me parece imperdonable. Es cierto que para estas cosas yo tengo una excusa buenísima y verdadera. Lo que sucede es no soy amigo de las excusas y se la voy a ahorrar.

Me duele equivocarme en clase. Me gustaría gozar de la fama (y si algo me quedaba, ahora la estoy pisoteando) de ser riguroso, al menos en la universidad.

En su momento, cuando enuncié tamaña barbaridad, percibí de inmediato la mirada tuerta de un inteligente alumno. El chico, sin mediar palabra, se levantó y se fue en mitad de mi explicación. Fue su manera de expresarme la irritación que le produjo mi desvarío. No volvió la semana siguiente, ni la siguiente. Su ausencia semanal es, desde entonces, un clamor que hace patente mi incompetencia. En realidad, el problema es que me lo he perdido. Me he perdido a ese alumno. Me he perdido el espectáculo de sus intervenciones, de sus dudas, de sus preguntas. Me he perdido verlo crecer, me he perdido descubrir cómo su forma de pensar varía, cómo madura. Eso sí que duele.

Lo mínimo que se nos puede exigir a los profesores universitarios es rigor, y hoy falta. No me refiero a profesores mal preparados o poco eruditos. Es algo más sutil. Es la falta de criterio, precisión y libertad que nace del dejarse arrastrar por la mentalidad dominante, por los discursos al uso, por las ideologías. Y es que vivimos –la afirmación es hoy un lugar común– en un mundo plagado de ideologías. Permítanme un breve circunloquio, una aclaración. Una ideología es una interpretación de la realidad que ha decaído en su deseo de explicarla y que ahora, en su pereza, busca un atajo: que sea la realidad la que se pliegue a sus caprichos. Para que así sea, y como entenderla es más duro, sesudo y complicado, elige torcerla, manipularla y amputarla.

En el pasado, las personas que sostenían ideologías socialmente minoritarias o marginales exigían ser toleradas. ¡Qué menos! En la actualidad lo que piden ya no es ni siquiera que se las trate en igualdad de condiciones –que es el lugar en el que, ahora sí, se puede entablar una discusión provechosa para todos–, sino que se den por buenas sus ideas, es decir, por verdaderas. Ya no pretenden el diálogo, sino la preponderancia. De ahí que se cancele sin mayor miramiento a quien ose expresar opiniones contrarias, sin detenerse en los matices.

Es el caso de la ideología de género, o al menos de esa versión que afirma que cada cual es el dueño de la determinación del mismo con independencia no solo de sus órganos sexuales, sino de la evidencia inevitable de que cada una de sus células contiene unos precisos cromosomas (xy ó xx, por ser más claro). Después de lo dicho conviene señalarles a todos, especialmente a los más extremistas de todos los bandos, y con urgencia, que la persona es el centro de la realidad. Esto quiere decir que si Paco quiere que nos dirijamos a él ahora como Estefanía y lo tengamos a todos los efectos por ella no hay nada que objetar. Nuestros juicios, pesados y aburridos, sobran. Estefanía no solo merece nuestro respeto, sino todo el afecto que podamos darle, y hemos de procurar que se encuentre cómoda en cada momento, más si pensamos que posiblemente viva bajo el temor del desprecio o la sentencia ajena. Que no dude ni por un segundo de que la queremos exactamente como ella desea ser querida.

Ahora bien, ya digo, estamos en la universidad. Aquí las personas han de ser tratadas con todo cariño y, además, un cariño verdadero. ¡Ah, pero las ideas! Frente a las ideas nos tintamos la cara con pinturas de guerra, cruzamos la daga entre los dientes y nos lanzamos a la lucha, aunque solo sea por el bendito placer de medir nuestras fuerzas. Es un combate en el que no cabe derrota. Se gane o se pierda siempre se aprende, que es una gozada, y nada hay más agradable que cambiar de opinión con fundamento in re.

Por eso, al decir que Esquilo escribió Edipo rey nada me hubiera gustado más que encontrarme de inmediato la mano alzada de mi alumno para decirme, tal vez malhumorado, que estaba en un error.

Te ruego, por favor, que vuelvas con premura a reivindicar tu derecho a corregirme.

(Un pequeño pero importante detalle. Seguro que antes de empezar a leer estas líneas ya sabías quién escribió Edipo rey. Si no era así, no habrás terminado de leer este artículo sin ceder a la impaciencia de buscarlo en Internet; pero si no es el caso, si al llegar hasta aquí todavía no lo sabes, por favor, no lo dudes, deja de entretenerte con mis peroratas y búscalo inmediatamente).

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