Creo en la resurrección de la carne

Creer en la resurrección de la carne es una de esas verdades más luminosas de la fe cristiana que más olvidamos, o que más nos cuesta entender… A no ser que hagamos un pequeño ejercicio de imaginación y caigamos en la cuenta del enorme realismo que encierra una frase que repetimos de corrido, y corriendo, cuando llegamos casi sin aire al final del credo antes de decir amén. Vayamos con el ejercicio de imaginación, a ver si me sale.

El genial Quevedo concluye un famoso soneto, tras describir cómo al morir el cuerpo, los ojos, las venas, las médulas óseas se harán ceniza: «polvo serán, mas polvo enamorado». O sea, capaces de amar y ser amadas con todo nuestro ser, que es lo mismo que decir, capaces de abrazos tiernos, de miradas luminosas, de sonrisas resplandecientes, de risas amistosas, de vida humana plena.

Cuando Cristo resucitó de entre los muertos nos iluminó esa «condición futuriza del ser humano», en palabras de Julián Marías, llenándola de esperanza. Porque si la resurrección no fuera plena y de verdad, carne incluida, vivir lanzados hacia el futuro sería un acto irresponsable. ¿Para qué anhelar lo que no se tiene si hay mucho ya presente que atesorar y guardar? La resurrección es la plenitud de lo humano que nos convoca al encuentro, a la transformación definitiva que podemos vivir con el amor.

La esperanza tiene sentido porque cada día que empieza se llena más del saldo infinito que Cristo nos ha ganado para siempre y que cobraremos definitivamente al morir… ¡y resucitar! La vida humana se carga, así, de un sentido inimaginable solo con ojos humanos porque con la resurrección de la carne alcanzará su verdadero significado: la belleza no es efímera, es un preludio; la mirada no se cansa, nos eleva; la enfermedad no nos mina, nos anuncia una transformación; el tiempo ya no pasa, sino que nos va traspasando a una eternidad que ya atisbamos. ¡Y que será en carne inmortal, nada menos!

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