Matrimonio: cásate o te devolvemos el dinero

David García Díaz

Mientras los templos coloridos se revisten perfumados entre lirios y azucenas, mientras los novios impacientes esperan ver doblar la esquina al coche que porta en el interior su bien más preciado, mientras las novias lucen del brazo de sus padres camino del altar al son de la marcha que en su día compusiera Félix Mendelssohn para su ópera El sueño de una noche de verano, mientras las emocionadas madres de las dichosas parejas inundan con sus lágrimas kilómetros de pañuelos de papel, mientras familiares y amigos brindan al grito de “¡Viva los novios!” y se aflojan un agujero del cinturón repletos por una copiosa comida, mientras los DJ´s desempolvan los vinilos con los éxitos de siempre y los invitados se contonean olvidando su sentido del ridículo entre los hielos de un Gin-Tonic… Mientras todo eso sucede, encuéntrome tumbado al resguardo de una sombrilla al borde de la piscina, entablando diálogo, compartiendo reflexiones y dedicando esas preciadas horas que solamente se encuentran en esta época del año al bueno de Kierkegaard, que a cambio me cuenta cosas, con su exquisita prosa, sobre la validez estética del matrimonio.

Porque el jurarse el uno al otro para toda la eternidad, hasta el infinito y más allá, comprometerse para toda la vida en una empresa que no sea la de pagar la hipoteca de tu casa no es moco de pavo. Pero el juramento es en vano si no pretende renunciar al instante eternizado de prometerse lo mejor cuando todo va de cara, hacerse trampas al solitario si no se toma conciencia de que cuando uno ama prefiere sufrir las peores calamidades al lado del otro que vivir una vida sin sufrimientos lejos de él. Los amantes dándose el sí, queriendo encarnar lo eterno en su conciencia, dejan a un lado lo temporal y la idea de un cambio posible en el tiempo. Y hay que ser muy valiente para poder jurarse el uno al otro siendo de la generación que ha crecido al abrigo del “si no queda satisfecho le devolvemos su dinero”.

Pero el valiente, en inconsciente osado se torna, si cree poder cumplir sus promesas de eternidad sin la ayuda de Dios pues en su ausencia éstas no son más que papel mojado. Desdichados e irresponsables los que piensan que el otro podrá cumplir sin el Señor o aquellos otros que quizá crean tener la misericordia suficiente para poder perdonar por sus propias fuerzas cuando el otro se encuentre con la tentación y la limitación humana del que tras prometer eternidad se da cuenta de su condición efímera. Sin el Señor, el celo que desarrollan los amantes les devora, encerrándolos en un solipsismo asfixiante que no les permite trascender su propia relación y que lejos de ser algo digno de elogio lo único que denota es una profunda falta de fe. Porque si uno no se confía en las manos de Dios corre el riesgo de que el temor constante de perder al amado sea lo que le lleve realmente a perderlo. Todos estos temerarios que en vez de salvarse depositándose confiadamente en manos de Dios, en vez de tomar ese atajo, prefieren el infinito rodeo de querer erigirse soberbios como dueños de su propio destino. De este modo al amor lo devora ese anhelo de querer fundirse con el otro, confundiendo la entrega hasta el extremo con los grilletes de la alienación que disuelven al otro en el propio ser. De este modo algunos jamás llegarán a la meta: amar como Cristo amó al mundo. Pues sólo el que huye del dominio y se entrega en las manos confiadas del Absolutamente Otro puede llegar a culminar el camino con éxito.

El matrimonio por tanto no puede ser una reafirmación de seguridades, no puede ser un “lo logré, ya lo tengo hecho”, caer en la dejadez no debería estar permitido. El matrimonio debe ser un diario y continuo abandonar confiadamente el destino de dos corazones anhelantes de unidad en los brazos de un Padre que nos ama infinitamente y que con ese Amor es capaz de transformar y llevar a buen término nuestros juramentos de infinitud y eternidad. Sólo si se cuenta con Dios la obra que sale a escena sin pruebas, sin simulacros, sin ensayos… tiene garantía de éxito. Sólo si se cuenta con Dios el otro puede perdonar tus equivocaciones, salvar tus salidas de guión, completar tus puntos débiles en la interpretación e iluminarte con el foco de su mirada cuando en el cenit de la obra brillas con tu soliloquio, mientras en un rincón, escuchando atentamente, te lo aplaude con sonrisas. Sólo desde Dios tiene sentido el derecho a equivocarse, a rectificar, a perdonar y a ser perdonado. Pues no solo en el momento de la tristeza o la incertidumbre hay que tener el cielo despejado, también en tiempos de alegría importa gozar de una perspectiva ancha y mantener las puertas del cielo abiertas de par en par.

Es verdad que de esta manera la dicha aparenta perder un poco de la intensidad que le daba ese límite inquietante del que se piensa que todo está en su mano… Pero ¿no es infinitamente más lo que se gana? ¿Es acaso ese gozo intenso lo esencial en esta vida, esa sensación de que el corazón vaya a salir danzando en el momento que te dé por abrir la boca? La dicha divina se vive más en la paz gozosa del que dando gracias por saberse no merecedor de lo que recibe confía en que, fuere lo que fuere, la historia ya está escrita desde el principio de los tiempos hacia y para la eternidad, y está escrita y pensada para cada uno. De este modo vemos como el amar se integra y se muestra como el destino último de nuestra vida eliminando esa tensión de lo efímero y lo volátil del que confía solo en sus fuerzas y en las del otro creyendo poder sostener sobre sus espaldas algo mucho más pesado que lo que con gran esfuerzo cargó Atlas sobre sus hombros. Pues solamente poniendo a Dios en el centro puede adquirir pleno sentido y llegar a buen puerto ese amor llamado desde el principio de los tiempos a transcender los límites del horizonte infinito.

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