En los trayectos, cuando hago la compra, si bajo o subo las escaleras, mientras cocino y frego los platos, en la oficina –o peor- en mitad de una conversación seria: vivo con el impulso constante de canturrear. Continuamente relaciono palabras con canciones y, traviesa, deseo compartir la ocurrencia. En contadas ocasiones y según la situación, combato las ganas, pero la mayor parte del tiempo les doy rienda suelta.
Me di cuenta de esta persistencia cuando al cabo de un par de semanas, él me dijo que me oía siempre cantar. Añadió también que lejos de molestarle, le agradaba. No recuerdo si lo hizo explícitamente, pero en su comentario me pareció entrever un interrogante, una especie de sorpresa ante esa actitud mía. Fue entonces cuando empecé a preguntarme a qué podía deberse esta querencia sin la que no sé estar, ni ser. Es simple: canto porque estoy viva, y estoy viva porque canto.
En cualquier caso, le prometí una explicación. De primeras, recurrí a Benedetti y le compartí que yo también cantaba porque el grito no es bastante y porque cada pregunta tiene su respuesta (más bien por la esperanza de que así sea). Lo que me llevó inevitablemente a dar motivos del grito y de las preguntas. O lo que es lo mismo, de que todo resulte desbordante y excesivo, pero paradójicamente incompleto; del rasguño que deja la fragilidad y lo provisorio de cada cosa; de que en un rato el ahora sea ya un recuerdo; o del dolor por no hacer el bien que quiero. De que todo esté bien, pero que haya una súplica desde el primer café hasta que cierro los ojos que no me puedo quitar de encima.
Días después le escribí que, de forma más o menos consciente, esto es lo que cantaba. Que necesitaba expresar la belleza y la insuficiencia de las cosas, que era preciso algo que celebrara y consolara al mismo tiempo, y que el canto era aquello que encontraba más a mano para hacerlo.
Sucede con frecuencia que, allí donde la palabra al desnudo se revela insuficiente y escasa, llega el verso. Como si eso que no se termina de explicar, lo que no se alcanza a revelar, requiriera el auxilio de una melodía, un clamor amable que suavice y ordene el grito.
Desde esa conversación me ha sucedido una canción –Vorrei– que al descubrirla me hizo abrir mucho los ojos, maravillada por que recogiera así la vida entera. En ese momento estuve segura de que solo por esa letra merecía la pena saber italiano y haber venido a Florencia. Incluso que solo por esa canción merecía la pena estar viva. Y en la alegría de este convencimiento, también el desconcierto por este ir justificando la existencia de las cosas, la mía propia, por este vagar buscando razones de más, por el balanceo que va de lo real a lo posible.
Vorrei (Querría en castellano), se viste de deseo y se pronuncia en condicional. Su autor, Francesco Guccini, tardó diez años en componerla y la incluyó en su decimoséptimo álbum “D’amore di morte e di altre sciocchezze” 1996. Tal vez “altre sciocchezze” (demás tonterías) porque la gravedad del amor y la muerte se toleran mejor con la ironía. Tal vez porque, si no es de amor y de muerte ¿de qué cantamos? Tal vez porque la tontería y el disparate son también formas encubiertas de en parte callar, en parte decir “amor” y “muerte”. Tal vez por el vértigo de admitir en voz alta que todo está atravesado por las dos.
26 años después de su estreno, oía Vorrei a la luz de las farolas en Piazza Savonarola y me emocionaba por escuchar mi súplica en otra voz. En cierto modo, como Guccini, mi canturreo ruega algo, alguien, otro que esté para poder yo ser, que me salve de quedarme a solas con mis pensamientos, que me libere de mí: “e lo vorrei, perchè non sono quando non ci sei, e resto solo coi pensieri miei ed io…”.
Algo, alguien, otro a partir de lo que reconocer y abrazarlo todo, que venza la indiferencia, que vuelva lo extraño hogar: “Me gustaría conocer el olor de tu tierra, caminar como en casa en tu jardín, respirar en el aire la sal y el barbecho, los aromas de tu salvia y el romero, querría que todos los ancianos me saludaran, hablándome del tiempo y de los días pasados, que todos tus amigos me hablaran como si nos conociéramos desde siempre”.
Algo, alguien, otro para no perder ningún detalle, o mejor, para que nada se pierda: “Querría conocer las piedras, las calles, las salidas, los mechones de parietaria pegados a las paredes, las rayas de los caracoles en sus conchas, entender todas las miradas tras las persianas”.
Algo, alguien, otro con quien viajar a sitios conocidos, encontrarlos distintos y contarse después “qué sabor nuevo tiene el universo”.
Algo, alguien, otro para quedarse para siempre en un mismo lugar, para permanecer en silencio a la escucha de una sola voz que permita descuidar, o mejor, reconciliarse por que el tiempo pase demasiado rápido.
Algo, alguien, otro con quien “el hoy siguiera siendo hoy sin un mañana, o que el mañana pudiera alargarse hasta el infinito”.
E lo vorrei…