¿Bailamos?

Soy pésimo bailarín, excepto cuando doy clase.

Sé que el aula no es, propiamente, una pista de baile, pero sí diría que en ella se expresa una peculiar configuración del espacio.

Cuando doy clase camino en varias direcciones, muevo los brazos, a veces me agacho un poco y, si la situación lo amerita, hasta doy un pequeño salto (pido disculpas a los vecinos de la planta baja del edificio O).

Creo que el gran paso de baile en el acto de dar clase es de naturaleza vocal. Las inflexiones de la voz, el dominio de ciertos silencios, el afán por concertar una alianza entre la palabra y la mirada: algo en ella sucede, misteriosamente, como una sinfonía afectivo-intelectual.

El despliegue del movimiento -físico, lógico, argumental- sería absurdo si no fuera por la correspondencia de otros bailarines, aparentemente más quietos, que hacen con sus preguntas, miradas, exigencias y expresiones que la danza docente no sea un mero aprecio del propio estilo, sino un verdadero encuentro.

Laura dice una cosa y Camila aporta otra. Entre las dos, sin saberlo, me han dado el pie necesario para exponer una idea: que el criterio para juzgar nuestra experiencia ha de ser o bien proveniente de algo exterior a nosotros, o bien perteneciente a nosotros mismos.

Adrián sonríe cuando digo Rayo Vallecano, quizás porque estudia periodismo deportivo; quizás porque mi pronunciación extrae de la “ll” y de la “y” exactamente el mismo sonido.

Enrique dibuja un mapa en su cuaderno y parece distraído, pero de pronto me sorprende con un comentario a tono con lo que veníamos trabajando.

La clase de ayer me hizo bien. Me recordó que soy capaz de efectuar algunos pasos. Hay días en los que la melodía del acto educativo reintroduce armonías decisivas en el pentagrama de mi vida.

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