¿Algo imperdonable?

Siempre he creído que todo ser humano merece una segunda oportunidad, así  lo aprendí de mis padres.

El tiempo que he compartido con personas que viven en la calle o tienen adicciones o están en la cárcel me ha hecho pensar que si mis circunstancias hubieran sido las suyas, yo podría haber terminado como alguno de ellos.

He vivido ya en primera persona que soy capaz de lo mejor y de lo peor y eso me ayuda a no escandalizarme demasiado cuando me toca asomarme a las sombras del corazón humano, incluidas las mías. 

La experiencia de sentirme perdonada de forma incondicional y abrazada en mi miseria por Dios me esponja el corazón cada vez que corre serio peligro de endurecerse.

Por todo esto confieso que me desconcertó descubrirme a mí misma poniendo en tela de juicio mi firme convicción de que “no hay nada imperdonable”. Era el jueves antes de Navidad, estaba en un centro penitenciario. Ese día preparamos una actividad especial en nuestro taller de reinserción para los 23 internos que suelen acudir cada semana: un cinefórum con la película de “Campeones”… ¡cómo se reían a carcajada limpia, parecían niños!

Lo habitual es que los voluntarios no sepamos el delito por el que cumplen condena, pero de forma fortuita, aquella tarde me enteré de que alguno de esos 23 había violado a dos niñas. Inmediatamente pensé en mis hijas y de repente, sin poder evitarlo, me golpeó la imagen de aquellas dos menores con sus madres y me estremecí: ¿qué pensarían si pudieran verme por un agujerito, ahí, riéndome con ellos?

Ahora las llevo también conmigo en el espacio que se me descosió en el corazón ese jueves, muy cerca de la esperanza en que el perdón es siempre la mejor opción.

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