“Hay dos maneras de vivir la vida. Uno es como si nada fuera un milagro. La otra es como si todo fuera un milagro”. Se le asigna esta frase a Einstein para avalar la idea desde una inteligencia humana superlativa. Un mago amigo mío, comentaba que tenía dos tipos de espectadores: los que miraban tratando solo de descubrir el truco y solían acabar enfadados tras cada actuación, porque él es muy bueno y no es fácil pillarle, y los que asistían disfrutando como niños de haber sido engañados, aun sabiendo que la magia no existe.
Los que hemos tenido una infancia sana y feliz recordamos la Navidad como uno de los momentos más bellos y esperados del año. El mundo entero confabulaba para regalarnos ilusión. Es cierto que éramos parcialmente engañados, pero era una forma amorosa de adentrarnos en un Misterio que la ciencia empírica más rigurosa sería incapaz de explicar.
Es una belleza comprobar que cuando uno pasa al otro lado del truco, en muchas ocasiones desearía no haberlo hecho, y hace todo lo posible por mantenerlo vivo para aquellos a los que quiere bien. No hay engaño, porque no existe malicia, hay amor y por tanto complicidad en la recreación de una ficción que acerque al Misterio ante la imposibilidad de explicarlo con rigor a quien todavía no podría entenderlo. ¿A caso los adultos lo entendemos mucho mejor? De hecho, siempre me han parecido los malos de esta historia los pequeños resabiados y conocedores del truco, que en clase iban pinchando las burbujas de ilusión en la que los compañeros más inocentes vivían todavía.
De todos es conocido el poema de Miguel de Unamuno “Agranda la puerta Padre”, que se publicó de forma póstuma en 1953 y que reclama para sí el volver a esos días de inocencia.
Agranda la puerta, padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar.
¿Y si el Misterio fuera tan grande que solo se pudiera acceder a él por una puerta pequeña pensada exclusivamente para almas inocentes? Como la que da paso a la basílica de la Natividad en Belén.
No es menos cierto que a nadie le gusta vivir engañado. “Todos los hombres desean, por naturaleza, saber” nos recuerda la Metafísica de Aristóteles desde el siglo IV antes de Cristo. Pero… ¿Y si la Verdad que el Misterio real encierra, fuera tan grande que nos colocara a todos en la condición de niño inocente incapaz de entenderla pese a ser ya adultos y conocer un poco más del mundo y la vida?
“Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas respuestas” Decía la premio Nobel de literatura Wislawa Szymborska en su poema “Bajo una pequeña estrella”.