Vuelta al trabajo: ¿por qué estoy aquí?

Pasa el tiempo de Navidad y volvemos a ese mundo laboral donde la velocidad, el éxito y la perfección parecen ser las únicas metas válidas. Sin embargo, cuando la enfermedad golpea o las dificultades nos frenan, nos enfrentamos a preguntas esenciales: ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es el sentido de mi vida? Estas preguntas, lejos de ser abstractas, pueden encontrar respuesta en la vida cotidiana.

Esta búsqueda de respuestas no es fácil ni automática. El camino de aceptar los problemas no significa resignarse, sino mirarlos desde una perspectiva mayor. Es decir, reconocer que detrás de cada dificultad hay un propósito que, aunque a menudo incomprensible, está lleno de sentido.

Para mí, la enfermedad no ha sido una interrupción en mi camino, sino una maestra implacable. En los momentos más oscuros, cuando el cuerpo falla y el corazón se llena de miedo, es cuando más he sentido la presencia de lo que algunos llaman Trascendencia, de lo que yo llamo Dios.

No se trata de una varita mágica que me quita el peso de las pruebas, sino de una compañía que hace posible vivir con alegría dentro de la dificultad, no a pesar de ella. Al hacerlo, he descubierto una verdad profunda: la cruz pesa menos cuando se abraza que cuando se arrastra. La queja y el enfado son cadenas; la aceptación y el agradecimiento, alas.

Aceptar mi «yo» —con mis limitaciones, heridas y fracasos— ha sido también un proceso de reconciliación con el Creador. Vivimos en un mundo que insiste en que debemos ser perfectos, pero la propuesta cristiana desafía nuestros esquemas: somos amados precisamente en nuestra imperfección, ¿es esto posible?.

Ir hasta el fondo de esta afirmación puede transformar nuestra mirada: dejar de centrarnos en lo que nos falta para fijarnos en todo lo que hemos recibido. Cada día, incluso en medio de las dificultades, está lleno de regalos: el calor del sol, el amor de una familia, el simple hecho de respirar.
En lugar de quedarme atrapado en la frustración por lo que no puedo cambiar, he aprendido a vivir con gratitud. Agradecer no borra el sufrimiento, pero lo redime, lo llena de sentido.

Mirar la vida desde esta perspectiva no elimina las dificultades y dolores, pero transforma su peso en una oportunidad de amor. San Pablo lo expresa con claridad: «Todo lo puedo en Aquel que me fortalece» (Fil 4,13). Esa fortaleza no viene de nuestra propia capacidad, sino de dejar que Dios actúe en nosotros.

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