Sin máscaras

Guillermo Vila

Profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad Franciso de Vitoria

Hace unos días me sorprendí hojeando las fotos de una revista católica. Había varios reportajes sobre familias numerosas (maravillosas, por supuesto), vocaciones inmaculadas e imperativos categóricos. Todo estaba lleno de cristianos ideales perfectamente planchados: padres con sus seis hijos en un monovolumen de clase media, sonrisa amplia, hashtag #Bendecidos. Cerré la publicación y me quedé con esa punzada incómoda que dejan los disfraces: ¿de verdad esto es lo que atrae de la fe? 

Horas después, leyendo El loco de Dios en el fin del mundo de Javier Cercas, me topé con la anécdota de Francesco, empleado de una editorial católica. Durante el cursillo prematrimonial, el fraile franciscano que lo dirigía les preguntó qué harían los futuros esposos si se les muriese un hijo. La mayoría de parejas respondió con la frase del manual: “Aceptaríamos la voluntad de Dios”. Francesco alzó la mano: “Perdóneme, padre, pero yo empezaría a blasfemar el 1 de enero y no pararía hasta el 31 de diciembre”. 

Aquello me sacudió. Porque yo también he querido ser la foto inmaculada: cumplir dogmas, sofocar dudas, sonreír siempre, estar disponible para el otro, negarme a mí mismo y todo eso. Cuando mi realidad -el miedo que se cuela en el alma, la ira que disfrazo de prudencia- no encajaba, fingía. Pero la máscara no atrae; solo aleja. Nadie se acerca a un maniquí de cartón-piedra para buscar consuelo. En cambio, la herida reconocida, ese “¡ay!” que compartimos con todo ser humano, abre una rendija por la que puede asomar la esperanza. 

Quizá el verdadero testimonio empiece en la franqueza: admitir que dudamos, que fallamos, que a veces gritamos contra el cielo; y que, aun así, descubrimos en Cristo un lugar donde nuestro pecado no es despreciado, sino abrazado y redimido. La salvación no es un trofeo que exhibimos, sino un regalo que agradecemos cada día. 

¿Y si la buena noticia fuera, precisamente, que no necesitamos ninguna máscara para ser amados? Tal vez, al mostrarnos como somos, susurrando apenas lo que nos gustaría llegar a ser, otros se atrevan a preguntar -con nosotros y como nosotros- dónde se encuentra la fuente que calma la sed de sentido, ese agujero que llevamos de serie, ese no sé qué nos acompañará hasta el minuto final. 

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