Marta Morcillo Martínez, estudiante de Medicina en la Universidad de Valencia
La luz baja del flexo calienta los posos de café de mi taza favorita. El gato durmiendo a los pies de mi cama. Las persianas están bajadas para que no refleje la luz en la pantalla y la ventana, cerrada. Hay apuntes de varias asignaturas esparcidos por toda la mesa entremezclados con libros a medio leer. Los bolis no tienen casi tinta. El rotulador fino que uso para hacer los títulos ha perdido a su compañera la tapa. Los ventiladores del ordenador están encendidos, llenando la atmósfera con su ruido envolvente. La silla del escritorio, caliente y mi parte posterior de las piernas, planas. Mi cabeza apoyada contra la mesa llenando de babas ese resumen que tanto me había costado hacer y que mañana tendré que repetir (¡genial!).
El aire de la habitación está ya sobrecargado por haber estado todo el día yo aquí metida: clases online, práctica online, WhatsApp, leer en mi cama, hacer ejercicio en la esquina libre de la habitación, Instagram, video llamada con mis amigos por Skype, reunión con el equipo de baloncesto por Zoom, Twitter, estudiar en mi escritorio, una serie en el iPad…Me siento como una peonza, siempre rotando sobre el mismo eje. Y, a efectos prácticos, acabo igual de mareada y con la sensación de que todo da vueltas a mi alrededor. Todo tiene ese matiz gris, como si estuviera cubierto de capas de ceniza.
En un momento determinado, entra mi madre y me ve. Lleva una bandeja con un té para mí. Deja la bandeja en un lado sorteando los diversos obstáculos en el suelo de mi habitación. Apaga el flexo, sube las persianas y abre las ventanas. Me pone una mantita sobre los hombros y me da un beso en la cabeza y yo sonrío con los ojos cerrados todavía. Puedo sentir en mi interior la mirada de compasión y amor que me dedica. Sale de la habitación intentando no hacer ruido, llevándose la taza de café y un plato con migas (nadie sabe de qué) que había en mi mesa.
Trato de levantar la cabeza y noto como mi cuello agarrotado va liberándose. La luz todavía me molesta un poco, por eso no miro a través de la ventana. Cojo el té y, tranquilamente, dejo que su calor inunde mi interior. Me arrebujo en la manta y me decido a mirar a través del cristal.
Entonces, el cielo me sobrecoge. Tiene un fondo de tonos rosas y naranjas, colores imposibles de imaginar cuando piensas que el cielo es azul. Nubes como esponjas de algodón teñidas de un intenso rosa violáceo del atardecer. Nubes como pinceladas impresionistas. Y el sol detrás, acariciándolas suavemente con los últimos rayos que nos dedica.
En ese momento, las cosas tienen sentido. Parece que el mundo se reconcilia con el cielo y se deja llenar con su luz. Parece que me reconcilio con la realidad y permanezco en el momento. Siempre va a estar el cielo por encima de mí. Siempre va a haber algo mayor que yo, más grande y cuya belleza es solamente perceptible con el interior. Aunque piense que no, el cielo va a estar ahí, como ha estado para toda la humanidad desde siempre y para siempre. Mirando el cielo, un silencio me abraza. Simplemente, un momento de paz. Un susurro de que todo acaba y todo pasa. Unas palabras informulables que transmiten calma al interior. Por un momento, dejo de girar, paro y atravieso la fina capa de plástico transparente que parece envolver la realidad.