El posesivo desposeído

¿Habéis visto Buscando a Nemo? Ese momento cercano al desenlace en el que el pececillo rebota por el muelle y es acosado por decenas de gaviotas al grito de: “¡Mío, mío, mío!” es un canto al individualismo voraz (en sentido literal, en este caso que nos ocupa) que se ha convertido en plaga.

No es asunto de esta columnita analizar cómo la Civilización Occidental ha llegado a tan egoísta extremo; las raíces de este mal se hunden profundas en el tiempo y puede ser tarea imposible arrancarlas de cuajo, pero sí sería bueno detenerse en algunas de las consecuencias que acarrea, concretamente en la eliminación del “otro” en la ecuación vital.

Hace unos días, en una conversación cotidiana, el interlocutor, persona a quien aprecio, me espetó un: “La vida es un estado de ánimo”, al que contesté con un: “La vida, en todo caso, es un valle de lágrimas”. No quedó ahí la cosa, pues la respuesta que me tenía preparada fue demoledora: “Bueno, te hablo de mi verdad”. Luego, todavía impactada, seguimos hablando de tratamientos dentales y de las próximas vacaciones de Semana Santa.

El abismo entre mi y la va más allá de una mera clasificación morfológica, más allá de un desliz léxico; diría más: va más allá de la posible confusión terminológica del nombre al que determinan estos artículos. Este uso consciente del posesivo denota una forma de entender el mundo que sólo puede llevarnos a no entender el mundo en absoluto: la autosuficiencia de mi comprensión de la realidad excluye la tuya. No me interesa. Me sobra.

¿Cuántas verdades hay? ¿Una por cada habitante del planeta? ¿Y cuál de todas es más verdadera? Si todo es verdad, nada lo es finalmente. La vida no es un valle de lágrimas, es un multiverso de ocho carriles por cada sentido. ¿Qué se hace con la justicia? ¿Quién la imparte? ¿En qué depara la propiedad? ¿Qué artículo uso ante nociones tan universales y unívocas? ¿Tildo solo o sólo tildo? ¡Qué más da! Todo es relativo, todo es subjetivo.

Nadie duda ante evidencias como que el agua hierve a los 100º C al nivel del mar. La certeza del dato proporciona la placidez de la seguridad, ofrece confianza; sin embargo, la ausencia del número bloquea. Pero la realidad es tozuda y, si bien es cierto que la verdad no tiene peso, como no lo tiene el amor, sabemos bien a quién amamos, porque nunca miramos el reloj en su presencia; y reconocemos la traición y la mentira, porque nos arden los ojos de dolor al descubrirlas. La realidad es tozuda, pues estamos bien hechos.

La Verdad, —no mi verdad— se impone: el posesivo sólo consigue desposeernos de la grandeza de la vida. El individualismo que excluye al otro y lo borra de la ecuación nos reduce y nos deshumaniza: nos priva de la grata conversación con el amigo, nos sustrae la clase memorable del maestro, nos roba la canción entonada a coro: pues no hay poema si no hay un tú a quien recitarlo y no hay amor si no hay un tú a quien amar.

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