Saint-Exupéry: “El hombre es un nudo de relaciones”

Hay autores que han desaparecido a la sombra de una de sus obras; personajes ficticios que se vuelven icónicos, todos los reconocen, pero no muchos han profundizado en la genialidad del autor. Si hablamos de Saint-Exupéry, lo relacionamos en seguida con un pequeño príncipe rubio con el pelo revuelto cuyo corazón anhela encontrarse de nuevo con una delicada y coqueta rosa. Pero El Principito es la obra de madurez de un autor cuyo recorrido existencial queda reflejado progresivamente en sus escritos. Saint-Exupéry ha sido uno de esos genios, adelantados a su época, su mirada atraviesa la epidermis de la realidad en busca del anhelo de sentido que intuye existente pero no ha encontrado.

Nació el 29 de junio de 1900 en Lyon. El tercer hijo de cinco de los Condes de Saint-Exupéry. Su infancia feliz y de ensueño, a pesar de la muerte prematura de su padre, aparece indirectamente en sus obras. Alumno poco brillante con unas dotes artísticas que nadie supo explotar (como el piloto que aparece en la historia del El Principito). Tras su fracaso en la Escuela naval descubrió en el servicio militar una de sus muchas pasiones: la aviación.

Podríamos decir que Antoine de Saint-Exupéry fue aviador, aventurero, director de la Aeropostal Argentina, escritor, reportero de guerra, pintor… y yo añadiría pensador, educador, buscador de la verdad. Tiene la fuerza y el ímpetu del hombre del inicio del siglo XX, que verá cómo el optimismo y la seguridad depositada en la técnica y el progreso científico se hunden, como el Titanic, en el frío océano del poder y la deshumanización de Europa. De ahí que poco a poco su obra sea un intento de elevar el espíritu de sus contemporáneos hacia aquello que es esencial en la vida y lo dota de significado.

Si el conocido Viktor Frankl hacía experiencia de la necesidad de sentido para la supervivencia en un campo de concentración, Saint-Exupéry percibía ya esto en la cotidianeidad del trabajo, el matrimonio y la amistad.

«En el mundo no hay más que un problema y sólo uno. Dar al hombre un significado espiritual, inquietudes espirituales.» (Carta al general X)

Desintegrados: el deseo y la razón se divorcian

Al aproximarnos a la biografía de Saint-Exupéry descubrimos a un hombre complicado y lleno de conflictos y al mismo tiempo a un auténtico genio. El origen de sus conflictos y su tormento es la desproporción entre su deseo de bien, verdad y belleza y su incapacidad de plasmarlo en su vida, en el contexto del derrumbe de la sociedad francesa y europea del periodo de entre guerras. Podemos decir que ha descubierto cómo vivir plenamente pero no lo realiza, como si su voluntad no estuviera integrada con su razón y fueran cada una por su lado.

Para entonces, Europa estaba empapada por el cientificismo. La exaltación de la razón en el periodo ilustrado permitió «avances brillantes en el campo de las ciencias y por eso la mente del hombre comenzó a solicitar de la ciencia que diera sentido a las cosas» (Giussani. Por qué la Iglesia. Curso básico de cristianismo. Vol.3).

Esta corriente, llamada cientificismo, otorgó al hombre occidental un optimismo exacerbado que esperaba el siglo XX como el siglo de la felicidad, de la madurez de la humanidad. El progreso técnico y científico acortó distancias geográficas, mejoró las comunicaciones, desveló misterios de la naturaleza. La humanidad depositó su esperanza en la ciencia. Sin embargo, diez años de crisis económica y los golpes mortales de la I y II Guerra Mundial, ahogaron este optimismo adolescente de Europa.

«El cientificismo es una concepción del progreso científico que lo convierte en el único y verdadero crecimiento de lo humano y, en consecuencia, lo utiliza como medida para evaluar cualquier forma de desarrollo. » (Giussani. Por qué la Iglesia. Curso básico de cristianismo. Vol.3)

Lo que define al hombre contemporáneo, para Saint-Exupéry, es el desarraigo. Durante dos siglos la razón ha ocupado el lugar de lo Absoluto, dando al hombre una falsa idea de autonomía que le llevó al individualismo, un ser solitario, un ser aislado. Se han roto los vínculos con la tradición, con la patria, con el cristianismo, con la sociedad, con los valores. El hombre queda sólo con su ciencia que no es capaz (porque no le toca) de responder al anhelo profundo del corazón. El cientificismo descompone la realidad para analizarla, pero no es capaz de recomponerla para contemplarla en relación con la totalidad, luego no es capaz de entenderla.

«Cuando una mujer me parece hermosa, no tengo nada que decir. Simplemente, la contemplo sonreír. Los intelectuales desmontan el rostro para explicar uno por uno sus rasgos. Y así dejan de ver la sonrisa. Conocer no estriba en desmontar ni en explicar. Es alcanzar la visión. Pero, para ver, conviene primero participar». (Piloto de Guerra. Obras completas)

Saint-Exupéry, visionario de su tiempo, sufre por sí mismo y por sus compatriotas y no puede más que utilizar su obra literaria para despertar al hombre a la búsqueda del sentido de la vida.

«Hoy estoy profundamente triste, y hasta el fondo. Me siento triste por mi generación, que carece de toda sustancia humana. Que no habiendo conocido otra forma de vida espiritual que el bar, las Matemáticas y los ‘Bugatti’, se encuentra hoy en una acción estrictamente gregaria sin tonalidad alguna. Nada tiene que la distinga».  (Carta al General X. Obras completas)

Regreso a Ítaca: el asombro infantil

Nuestro autor busca en su interior el tiempo en el que percibía que la vida respondía al propio deseo y sólo lo encuentra en su niñez. No es casual que en todas sus novelas haya un flashback al tiempo pueril de sus protagonistas. Sus recuerdos de la casa de Lyon donde creció le devolvieron las claves para reconstruir la vida: el asombro ante la Naturaleza, la vida compartida con sus hermanos y su familia, el amor, la Navidad…

«Cuando era muchachito vivía yo en una antigua casa y la leyenda contaba que allí había un tesoro escondido. Sin duda, nadie supo descubrirlo y quizá nadie lo buscó. Pero encantaba toda la casa. Mi casa guardaba un secreto en el fondo del corazón…». (El Principito)

O también:

«Cuando yo era pequeño, la luz del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas formaban todo el resplandor del regalo de Navidad que recibía.» (El Principito)

Este recorrido existencial comienza en sus obras con su primera novela Correo del sur, en la que el autor novel nos sorprende con una descripción de la Naturaleza propia de aquel que, por su oficio, el cielo está más cerca que la tierra y, por tanto, su punto de vista se sitúa a dos mil metros sobre el mar.

Las bellísimas imágenes que nos regala nos muestran a un hombre enamorado de la Creación, embargado por la belleza de la Naturaleza. La realidad le evoca otra cosa, le pone de manifiesto un deseo insaciable y que, en algunas ocasiones se le presenta como una condena:

«¿Recuerdas aquella primavera, después de la lluvia gris de Toulouse? […] Aquel aire tan fresco que circulaba entre las cosas… Tú ya me conoces, aquel afán de partir, de buscar más lejos lo que presentía pero no comprendía […] Pero dime ¿qué busco yo y por qué junto a mi ventana, en el pueblo de mis amigos, desespero de mis deseos, de mis recuerdos? yo me desespero […] ¿Cuál es esta promesa misteriosa que se me ha hecho y que algún dios misterioso no mantiene?» (Correo del sur)

¿Qué exigencia brota de la propia naturaleza humana que supera la propia capacidad? ¿Cómo es posible que la Naturaleza despierte en el hombre algo que no alcanza? Esta pregunta que aparece en las primeras páginas de su novela, estará latente en su obra y en su vida y, quizás, sus aventuras amorosas, su vida en el desierto, sus vuelos nocturnos, fueron respuesta a esa «promesa misteriosa».

Su búsqueda personal va encontrando gestos que iluminan su propia existencia. Para nuestro piloto lo que determina la esencia del hombre y lo que le hace ser verdaderamente hombre, son los vínculos. Para poder alcanzar la felicidad es necesario atender primero la propia humanidad: «Antes que hombre feliz, es preciso que sea hombre» (Ciudadela)

El hombre es un nudo de relaciones

La felicidad se encuentra cuando somos leales a nuestra propia esencia. ¿Qué es ser hombre? En Vuelo nocturno y en Ciudadela repite varias veces que «el hombre es un nudo de relaciones». Lo que define al hombre son sus vínculos con la realidad, es decir, con la familia, los amigos, la tradición, la patria, los valores, el trabajo. Vínculos que son invisibles pero esenciales, percibidos sólo por el corazón.

El hombre es un ser relacional y, por tanto, se va realizando en un orden temporal. No nacemos acabados, «el hombre tarda mucho en nacer», nuestro «pasado entero es sólo nacimiento de hoy». Es por esto que la vida de Saint-Exupéry no se entiende si no se relaciona su vida, su obra y su última decisión porque estos vínculos nos hablan de cómo nos relacionamos con lo que nos rodea. El sentido es una relación entre el sujeto y lo real.

Aquí está, entonces, la clave del sufrimiento o la alegría: en los lazos que tejemos con el mundo:

«Lo que causa tus sufrimientos más graves es lo mismo que te aporta tus alegrías más altas. Porque sufrimientos y alegrías son frutos de tus lazos». (Ciudadela)

Romper los vínculos o no querer «crear lazos» con la realidad por entender la libertad como no estar atado a nada, nos lleva a la angustia:

«Porque se me ha revelado que el hombre es en todo semejante a una ciudadela. Destruye los muros para asegurarse la libertad; pero ya es sólo una fortaleza desmantelada, y abierta a las estrellas. Entonces comienza la angustia de no ser». (Ciudadela)

La libertad no es una condena, como afirman algunos contemporáneos suyos, sino posibilidad de crear lazos.

Esta intuición aparece constantemente en Piloto de Guerra publicada en 1942 en la que el protagonista nos sumerge en sus propios pensamientos sobre la guerra, Francia y todo lo que ilumina y empobrece al Hombre. Saint-Exupéry ha descubierto que lo único que puede salvar al hombre europeo es descubrir que la realidad está dotada de sentido. Este descubrimiento se realiza en la implicación veraz del hombre con su entorno, en los vínculos que nos permiten elevar el corazón hacia lo auténtico, lo originario, lo genuino de nuestro ser.

Los tres secretos del zorro

La clave hermenéutica para entender el universo de Saint-Exupéry la encontramos en el diálogo entre el zorro y el Principito. Este animal, imagen de la sabiduría, nos desvela tres secretos:

  1.  No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
  2.  El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea importante.
  3.  Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.

El primer secreto no es simplemente una frase bonita que nos recuerda a Pascal. El autor nos está dando un método de conocimiento de la realidad tomándola en su totalidad: por un lado, totalidad del hombre, que se acerca al mundo no solo desde sus sentidos, desde lo físico, sino también de una forma experiencial de la totalidad de quién es: el corazón como lugar integrador de lo humano; y por otro lado totalidad de la realidad en cuanto a lo visible y lo invisible. Con los ojos sólo veo lo aparente, lo material, lo medible, lo cuantificable; con una mirada así reduzco el mundo y me reduzco a mí mismo.

¿Cuál es esta promesa misteriosa que se me ha hecho y que algún dios misterioso no mantiene?

El segundo y el tercer secreto nos explican cómo domesticamos, es decir, cómo podemos crear lazos con los demás y con el mundo: el modo de hacer vínculos. Nos señala el tiempo dedicado y el deber. Es bellísimo, por su valor pedagógico, cómo el zorro explica esta experiencia  de crear lazos y cómo es transfiguradora de la realidad.

«Si me domesticas, nos necesitaremos el uno al otro. Para mí, serás único en el mundo. […] Para mí, dice el zorro- el trigo el inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es muy triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado me recordará a ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…» (El Principito)

En este punto de inflexión el Principito se conmueve y ve con el corazón que su rosa le ha domesticado y él ha domesticado a su rosa. El porqué de su melancolía y el sentido de su vida está en otro a quien ha abandonado, de ahí la urgencia de volver a su planeta.

El nudo que anuda todas las cosas

La experiencia del amor es esencial al hombre y el amor es, en sus propias palabras, «el nudo divino que anuda las cosas» (Ciudadela). Esta experiencia gratuita que Saint-Exupéry ha tenido entre sus camaradas de la Aeropostal o entre los anarquistas españoles durante la Guerra Civil pero, sobre todo, en la fidelidad de su mujer Consuelo durante su periodo en Nueva York, le lleva a poner la acción amorosa en relación con el sentido último.

En Piloto de guerra y en Ciudadela nuestro autor nos invita a reconstruir la sociedad y asentarla en el valor de la unidad. La civilización del amor que nos propone, dice Saint-Exupery:

«está aquí para señalarte el lazo divino que las une al Dios que es sentido de tu vida y merece, según afirmas, tus ímpetus, que son los de comunicarte con el mundo de esta manera y no de otra». (Ciudadela)

El pensamiento de Antoine de Saint-Exupéry se va desvelando de forma progresiva y madura a través de su obra literaria como una propuesta a construir una nueva civilización, una nueva humanidad en la que el amor manifieste lo divino y Dios sea posibilidad de ese amor que le manifiesta.

Podríamos pensar que su idea de Dios está más cerca del panteísmo que del Dios de la Revelación judeo-cristiana. Sin embargo su búsqueda de la unidad, entendida como unión «desprendida de la disparidad de las cosas» (es decir, unión que respeta la individualidad del otro) nos revela un concepto genuinamente católico. «Unificar es anudar mejor las diversidades particulares, no borrarlas para un orden vano».

No sabemos si el siguiente paso de Saint-Exupéry hubiera sido abrazar de nuevo la fe católica porque, aunque confesaba públicamente que no tenía fe, le atraía profundamente la vida del monasterio de Solesmes (como revela en la Carta al general X).

Nuestro autor murió a los 44 años el 31 de julio de 1944, abatido en Córcega en plena II Guerra Mundial. Salió en un vuelo de reconocimiento y nunca volvió.

«Desapareció en el cielo sin dejar rastro -escribe Consuelo, su esposa-.  Fue una muerte como la que él  necesitaba, una muerte hecha para él. Como un meteoro, apareció en esta tierra, irradió luz y luego se desvaneció, pulverizado». (Vuelo nocturnoPrólogo a la edición francesa de 1964)

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