
¿Qué miras, Demetrio Poliorcetes? ¿Me miras a mí? ¿Buscas algo entre la gente que pasea por la sala? ¿Acaso quieres volver a la vida? Mejor quédate quieto en tu pedestal para que pueda mirarte yo a ti.
Plutarco[1] me ha dicho que tu hermosura fue formidable; tu altanería, demoledora y tu fuerza en el campo de batalla, heroica. También sé que, en las fiestas, eras tan alegre como Dionisio y, en los negocios, tan astuto como el propio Hermes. Imagino que el gran Alejandro no soñó con un sucesor más digno: Demetrio, “el destructor de ciudades”, protector de Atenas.
Creo que los restauradores del Museo del Prado han hecho un buen trabajo contigo. ¿Cuánto puede mentir el bronce? Seguro que eras bello de verdad. Pero tu cara machacada me recuerda que también fuiste viejo, que moriste y que hace mucho que de ti no quedan ni los huesos.
Miro tu rostro metálico y tus ojos huecos, que parecen ver lo invisible, me vocean anhelos y preguntas que salen de lo profundo. ¿También tú quisiste ser feliz? ¿También te diste cuenta de que las fiestas, las victorias y los vítores no sirven para llenar el corazón? ¿En alguno de tus matrimonios encontraste un amor por el que mereciera la pena vivir? ¿Alguna vez te preguntaste si los dioses no serían una caricatura del Misterio que, en silencio, sostiene el mundo y nuestras vidas?
Yo te entiendo, Poliorcetes. Oigo todo lo que quieres decirme porque mi corazón es como el tuyo: siempre más grande y, por naturaleza, insatisfecho. Pero escucha una cosa, en otra sala, a pocos pasos de aquí, hay otro rostro espachurrado cuyos ojos cerrados no están vacíos, sino que atraen la luz.
¿Tú crees que este Cristo débil y derrotado podría tener alguna respuesta a nuestras preguntas? La verdad es que pasé hace un rato por delante de él y no le presté mucha atención, pero, después de hablar contigo, me han dado ganas de volver a verle. No te preocupes, Demetrio, que, aunque no puedas moverte, yo iré por los dos a preguntarle quién es y por qué Velázquez le envolvió en tanta claridad.
[1] Cf. Vidas paralelas de Plutarco.