Quítalo que ocupa mucho sitio, no pretendo convencerte de nada, pero cada día lo veo en su rincón, un árbol común, verde, natural, engalanado de bolas y botas, estrellas y sombreros de copa en alegres rojos y dorados cubiertos de purpurina. Llama la atención, y dentro de poco todo el que entre tomará su presencia como motivo de sonrisa. ¿Y no es ya una razón para que permanezca? Porque de eso se trata, de lo que permanece. El árbol es anuncio de que la alegría renace, de que mañana puede ser mejor día, de que al final el amor y la felicidad tendrán la última palabra, de que aun entre las sombras el bien espera. ¿Tendré pues, que guardarlo, que quitarle sus adornos? Lo dejaría desnudo, entristecido, como echado a menos. En lugar de anunciar la posibilidad de un renacer me hablaría de la rutina y de la normalidad.
Y no me engaño. Ya sé que en la normalidad también está la promesa, tengo experiencia de ello, pero sin brillos gratuitos me cuesta más verlo, así que dejaré mi árbol, tal vez para siempre, para que luzca como un cartel de neón que a cada momento destelle para decirme: ¡eh, hombrecillo, no llores: te espera un destino eterno!