Salía de clase a mediodía cuando me sorprendía el lejano graznido de una bandada de gansos que atravesaba el cielo sobre el campus. Un espectáculo precioso: decenas de gansos, voznando, distribuidos en uve, regresando al norte tras pasar el invierno entre nosotros… y no podía entender cómo no había más miradas elevadas al cielo. Esa hora en que llegan los del turno de tarde y se van quienes han acabado sus clases matutinas provocaba un ajetreado ir y venir de personas, casi todos mirando al suelo porque iban, apresurados, con los cascos que les aislaban del “ruido” exterior, o a la pantalla del móvil para leer los últimos mensajes o ver el último video de TikTok. ¿Acaso el graznido de los gansos que vemos pasar un par de veces al año en directo no merecía un hueco de unos segundos? ¿Contemplar su vuelo ordenado, sistémico y solemne no merecía un breve giro de las cervicales? Quizá alguien consiga convertir en viral un video de segundos filmando esa bandada. Bien para aquellos que no han tenido la oportunidad de verlo en directo porque su trabajo no se lo permite, porque su oficina está en un edificio inteligente sin ventanas o porque comía rápido un bocadillo para ir a sus prácticas. Pero no puede ser que nos acostumbremos a ver el mundo en diferido y mediado por dispositivos supuestamente inteligentes.
A decir verdad, de entre todos a los que veía, hubo un alumno que cortó lo que estaba haciendo en su móvil, se quitó los cascos y alzó la mirada. El ser humano es el único animal que puede levantar su mirada por encima de sí mismo: un gesto anatómico que desvela un mundo interior, un anhelo espiritual, un deseo de trascendencia. ¿Por qué no miramos más al cielo?