Este curso, con uno de los grupos, decidí empezar a lo grande. A la antigua usanza, escribí en la pizarra: «Os quiero mucho». Por sus caras, debieron creer que había cámara oculta y que formaban parte de algún experimento sociológico. Eso o algo peor: que ya tenían identificado al profe friki del curso.
«Hola, chicos, no hay error, voy a ser vuestro profesor. ¿Puede ser verdad lo que está ahí escrito? ¿Puedo quereros (y quereros mucho) sin conoceros de nada?».
Nos han enseñado a sospechar de inicio, así que sospecharon que había trampa y, en principio, se quedaron callados. Luego un tímido «no» y enseguida «noes», bajitos y tímidos también.
«¿Alguien piensa que sí, que os quiero mucho?». Silencio.
Yo la teoría me la sé y creo que se la voy a poder enseñar: la lógica mundana dice que convendría esperar, observar y medir. El mundo, en su genuina raíz, expresa sin embargo otra lógica. Está en Marcos 10, 21: «Le miró y lo amó». Lo amó incondicionalmente, antes de conocerle, porque amar, antes que reacción de ningún tipo, es decisión, consecuencia lógica de haber sido amado.
Sé que la teoría puede ser ya una excelente práctica, pero creo que me entendéis si os digo que la práctica me cuesta un poco más. Ahora, en apenas un cuatrimestre, tenemos que experimentar de verdad que es bueno que existamos, que podemos querer querer y que todo va a ir mejor cuando elijamos amar.
Sería absurdo negar que en la relación entre profesor y alumno hay un contrato, pero vamos a ver si conseguimos que en él se revele una promesa inesperada que se cumple. Noto que ellos, poco a poco, van poniendo de su parte. Ya no soy solo yo el que sale de clase manchado de tiza.
