Hace poco tomé conciencia de lo precioso y escaso que es el tiempo que nos queda con las personas. Esta sensación vertiginosa no se produce con las que vemos de forma cotidiana, sino con aquellas personas que vemos de forma esporádica.
Por ejemplo, el amigo que ves cada tres o cuatro años, con el charlas apenas una o dos horas de temas banales e inocuos. En el momento en que estas con él, el tiempo se vuelve eterno, porque todo el tiempo pasado se convoca en una suerte de acontecimientos concatenados que, desde el presente, se perciben de forma compacta, como si hubiéramos vivido toda la vida a su lado. Pero cuando nos despedimos, tomamos conciencia de que no lo veremos hasta un momento lejano e incierto en el futuro. De hecho, si hiciésemos cuentas, nos daríamos cuenta que si sumásemos todas las horas que vamos a estar con él en un futuro, apenas sumaríamos 6 u 8 horas. ¿Te imaginas pasar las últimas 8 horas con alguien al que no vas a volver a ver? Esta circunstancia es más dramática cuando vemos a alguien mayor ¿Será la última hora que estaré con él? ¿Le diré todo lo que me gustaría decirle? Echando cuentas, la situación puede ser agónica: me quedan 25 horas con mi padre, me quedan 34 horas con mi madre, me quedan 40 horas con mi alumno, me quedan 54 horas con el compañero que se va a jubilar, me quedan 123 horas con mi compañera de despacho… Es un dato objetivo, es un hecho; aunque la vida es pura incertidumbre, no se aleja mucho de la verdad.
Sin embargo, más allá de lo inexorable y funesto, me preocupa más el tiempo de poca calidad que pasamos con aquellas personas con las que más roce tenemos. ¿Tenemos que esperar a que se agote el tiempo para tomar conciencia del valor del momento del encuentro? ¿Tenemos que llegar al límite para acordarnos que, quizás, no volveremos a verlas? ¿Tenemos que esperar a la última hora para decir `te quiero’?
