La bombonera vacía

Ainhoa Fernández del Rincón

Profesora de Humanidades de la UFV

Ropa por los suelos, deberes por hacer, el hambre en los estómagos de mis hijos acechando para pedir su ración de cena correspondiente, preparar clases… Mi mente me exige, de nuevo, automatizar la voluntad volviendo a caer en ese hacer hacendoso que nos da la falsa sensación de servir y ser productivo, arrinconando el para qué de cada haciendo.

En ese momento una vocecilla apenada me hace levantar la cabeza. Me encuentro con la mirada lacrimógena y suplicante de una mini persona de 4 años que entre sollozos me dice “mamá, no quedan chocolatinas”. El mundo se le había venido encima. Su mayor deseo en ese momento, por el que llevaba esperando volver a casa todo el día, se había esfumado en 2 segundos. Su chocolatina, no estaba, la bombonera estaba vacía.

En ese momento, mi memoria viajó en el tiempo hasta revivir esas tardes en las que feliz, iba a visitar a mis abuelos. Subía emocionada las escaleras sabiendo que iba a un sitio seguro donde todo era siempre posible y maravilloso. Salvo cuando con ojos centelleantes de ilusión abría la bombonera del salón y descubría el vacío de su interior. Ahí la tristeza, me invadía. El amor por mis abuelos era indudable pero quizá, la alegría era mayor porque sabía que allí siempre iba a tener chocolate. Ese manjar que en el día a día de casa estaba vetado porque si no “no había quien nos durmiera después”.

En los sollozantes ojos de mi hija, recordé la desilusión que provocaba en mí la bombonera vacía. Me hacía sentirme menos amada porque mi deseo, ese que ya sabían mis abuelos de sobra, no estaba cumplido. Sin embargo, mi abuela hacía su magia y con mucha mano izquierda, abrazos y suavidad, llenaba la bombonera de nuevo. Sacaba de la chistera un bizcocho, un caramelo o cualquier otra cosa que le diera la excusa para estar conmigo y cuidarme haciéndome sonreír de nuevo. Y yo me sentía resurgir dejando la tristeza atrás. Con su envolvente abrazo, mi abuela sabía llenar de nuevo de esperanza el vacío de mi corazón. Todo el que puede sentir una niña pequeña que no entiende de trascendencia, pero sí de vínculos y para la que el hecho de que se acabe el chocolate es el mayor drama que se pueda experimentar.

Mi ser volvió al presente al escuchar la voz entrecortada de mi hija intentando comunicarse entre los hipos que provoca el llanto de la verdadera desesperación. Tentada estuve de abrir una nueva bolsa de dulces, calmar su capricho y proseguir con la tarea pues “se hacía tarde para la cena”. Abracé a mi hija. “¿Y si hacemos galletas y las guardamos en el bote? No es chocolate, pero están igual de ricas”. Divertirnos entre cacharros, ingredientes y manitas que todo lo ensucian, salirse una hora de la ruta marcada, volvió a llenar la bombonera. La suya y la mía, pues el hacer hacendoso suele vaciarme poco a poco -a veces de golpe- llevándome a ese sitio en el que la desesperanza sabe hacerse hueco en el corazón para llevarte al sinsentido en el que quiere que te pierdas. Sin embargo, es la misma vida la que da pistas y esa tarde entendí cómo mi pequeña me pedía consuelo y dar sentido a su desgracia. Igual que hago yo cuando miro al cielo enfadada reclamando luz -esa que ya sabe Él de sobra que necesito- cuando el modo automático me hace perder el rumbo y me dejo hundir en el miedo y la incertidumbre del peligro de preguntarme para qué tanto esfuerzo.

Quizá no era tan importante qué había en la bombonera de casa de mis abuelos, si no como era rellenada una y otra vez sin descanso ni florituras, desde la sencillez de lo pequeño, para mantener la esperanza y sostener el sentido del amor verdadero.

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