María Pérez Díaz. Departamento de Comunicación y Relaciones Externas UFV
Los artículos periodísticos que Hannah Arendt (1906-1975) publicó a lo largo de su vida constituyen el nexo perfecto entre su pensamiento filosófico y el más que turbulento siglo XX que le tocó vivir.
No es de extrañar que ‘Eichmann en Jerusalén’, su obra más popular, fuera publicada inicialmente a modo de crónica periodística en las páginas de The New Yorker. En ella enunció su más que célebre –y como todo lo célebre, también denostada– tesis sobre «la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes»
No fueron pocos los que malentendieron esta afirmación y la acusaron de trivializar el sufrimiento del pueblo judío, por lo que en innumerables ocasiones se vio obligada a matizar esta afirmación:
«Opino que el mal no es nunca radical, que solo es extremo, y que carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un “desafío al pensamiento”, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces, y en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la banalidad, solo el bien tiene profundidad y puede ser radical» (‘Escritos judíos’)
Como Hannah Arendt pensó sobre el Holocausto, el COVID-19 se nos presenta hoy como un verdadero desafío al pensamiento. No solo ha puesto en un brete esa confianza ciega en la ciencia empírica tan característica de nuestro tiempo, sino que nos ha recordado que somos frágiles y vulnerables. No, no podemos digerir este plato tan hondo de mal. No podemos comprender cómo el virus, y con él el sufrimiento, se extiende como un hongo por la superficie. Y vaya si se extiende.
¿Por qué? ¿Por qué la muerte? ¿Por qué el dolor? ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué a mí? ¿Por qué en mi familia? ¿Por qué si hay Dios permite esto? Yo me lo pregunto, y sé que tú, que me lees, también. Como también se lo preguntó Hannah Arendt el siglo pasado, y tantos hombres y mujeres que a lo largo de la historia han tratado de encontrar luz en tiempos de oscuridad.
Amigo que me lees, te contaré que Hannah Arendt no se sacó de la manga aquello de que solo el bien es radical. Lo tomó de uno de los grandes, a quien dedicó su tesis doctoral: San Agustín de Hipona. Como también de San Agustín tomó la idea de que el ser humano es initium, su nacimiento le inscribe en el mundo como un ser que tiene la oportunidad de comenzar de nuevo. ¿Saldremos de esta? Sí, saldremos de esta. Porque, citando de nuevo a mi muy querida Arendt, «los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar» (‘La condición humana’)