Guadalupe Arbona: «En cada fragmento de la realidad se puede percibir una fisura a través de la cual se abre una posibilidad de ser iluminado»

La lectura es un diálogo permanente entre la obra y los autores que salen al encuentro de quien los busca, un horizonte que permite agrandar la propia vida, como expresa Guadalupe Arbona, profesora de literatura española de la Universidad Complutense de Madrid, quien ha participado en la jornada de lectura literaria de autores contemporáneos españoles, organizada el pasado 26 de noviembre por la Asociación Cultural Miguel Mañara de Leca.

Para Guadalupe Arbona, el escritor ucraniano Oscar Vladislas de Lubicz Milosz, en su ensayo “Miguel Mañara”, siempre aporta nuevas perspectivas que le entusiasman: “Es todo un misterio dramático, muy recomendable su figura de un don juan con una vida cumplida”. Pero advierte que hay que aprender a leer porque los textos de verdadera literatura no se agotan en su lectura. Cuenta que se reunió este verano con un crítico de arte y un profesor de literatura de enseñanza media para dialogar sobre el valor de la grieta, la luz y ese “cada cosa” de Leonard Cohen cuando dice que “hay una grieta en cada cosa, así es como entra la luz”, y vieron que funcionaba a nivel formativo. 

Se podría pensar que la grieta expresa fragilidad, pero también es algo que se abre para dejar entrar la luz que ilumina y permite ver. En cada fragmento de la realidad se puede percibir una fisura a través de la cual se abre una posibilidad de ser iluminado, incluso si la luz no pasara quedaría al menos eso, una posibilidad nueva. Cuanto más conscientes somos de nuestras heridas más descubrimos que nuestros contemporáneos están marcados por ellas y crece un sentimiento mutuo de las hendiduras que compartimos. Más que un diálogo con nuestro tiempo, ver las fragilidades es la ocasión que el misterio nos da para ver la sustancia del deseo que no acaba nunca.  

Su experiencia como profesora universitaria le ha permitido entrar en contacto con distintos autores que llevan años publicando obras y reflexionando, aparte de ser una ocasión de amistad y nueva dimensión del conocimiento. A Alcazarén, en Valladolid, iba una vez al mes con Jiménez Lozano para trabajar sobre sus obras. Aprendió a amar la historia de España, tal y como la hacía él como escritor y periodista, no como historiador. Seleccionaba historias particulares para ver la imagen completa de España y veía cuál era el problema que planteaban: el hallazgo de un cementerio, una carta elemental de venta de ovejas con notas al margen de las que sacaba un poema… “Es una forma de hacer historia verdadera por su amplio conocimiento, sabía situar lo particular en el horizonte general y no se limitaba a recopilar datos. Se relacionaba con su fe con una mirada apasionada y dolorida de la historia”. 

En “La vida pequeña” de José Ángel González Sainz, tiembla con las historias de los personajes. En “Intemperie”, Jesús Carrasco cuenta la vida de un niño herido de humillación y maltrato que ve cómo en su herida hay una posibilidad de sanación y salvación: “Es un recorrido personal hasta atisbar que la posibilidad de su vida no se cierra sobre las heridas”, confiesa. Con José Ángel González Sainz y con Jesús Carrasco ha podido ir al fondo de las grandes cuestiones, les necesita para entender mejor lo que significa interactuar con las emociones inteligentes que nos constituyen. Y está segura de que el camino no habría sido posible si no hubiera sido por otros dos maestros: Giussani y Carrión. 

Luigi Giussani, sacerdote lombardo que mantuvo una relación muy intensa con Leopardi, un poeta de su tiempo que vibraba con la belleza de las cosas. Custodió su experiencia amando el corazón del poeta que le desvelaba algo de sí mismo, le permitía reconocer en la necesidad de sentido y en su debilidad un amor a Cristo que fue determinante. Para Guadalupe Arbona el sacerdote italiano es una compañía que la anima a entablar esa relación con todo tipo de poetas que tengan una emoción dramática que diga algo sobre sí misma.  

Julián Carrión ha sido quien ha constatado en los últimos años algo perturbador: este mundo, donde parece que todo decae y las evidencias elementales o más estimables se derrumban, son discutibles y pierden brillo, es una oportunidad. Nos hace volver sobre la miseria evangélica en la que la vida daba de sí hasta cierto punto. Hannah Arendt decía que estos tiempos de crisis obligan a gritar el significado, a preguntarnos qué sacia nuestro corazón, qué despierta la humanidad. Estamos agitados por el nihilismo de que las cosas sean nada, pero Carrón, en “Hay esperanza”, “La belleza desarmada” o “El brillo en los ojos”, insiste en que crisis es sinónimo de oportunidad.  

Se trata de entablar un diálogo que ayuda a entender el acontecimiento cristiano y cómo responde hoy al deseo particular de infinito, también cómo se mide con los que no creen, ya que no creyente y creyente se necesitan mutuamente para saber las razones de la fe, es un beneficio compartido. “El católico no puede contentarse con tener fe, debe estar en búsqueda y volver a conocer a Dios de manera más profunda en el diálogo con los demás”, decía Benedicto XVI. ¿Quién me invita a conocerle más hondamente? Conocemos la humanidad de Cristo porque la hemos visto en otros, pero para adentrarnos en su divinidad son los escritores quienes nos ayudan a no tener miedo. Leerlo todo permite conocer lo que nos mueve. 

El cantautor Cohen, en medio de la nada, percibe las cosas y las siente en su piel con su dramaticidad. No dice que todo sea negro, sino que hay grietas, y estas a veces pueden ser como susurros o muy intensas como un grito, pero siempre arraigadas en el ser. Las experimenta igual que todos, cuando no queremos abrir los ojos de mañana o percibimos de noche que no entendemos nada, que el día deja insatisfacción. Ante esto, la humanidad no calla, no está tranquila, pero basta una insinuación: ¿Esto es todo? ¿Qué soy yo y qué se agita en mí? 

La naturaleza de la grieta 

Una de las emociones dramáticas fundamentales es la tristeza que en repetidas ocasiones intentamos desactivar. Pero es oportuna, nos hace salir de una visión plana de las cosas, nos permite ser más conscientes de nosotros, nos hace abrirnos a algo que no lograríamos por nuestras fuerzas, y acompaña a una vida consciente, cuyo límite nos saluda cada mañana. Es incómoda, pero no suple a una satisfacción barata, consumista.  

Savater habló de la tristeza como “tristura” en uno de sus textos publicados en El País (2020). Por mucho que intentemos quitarla de la persona amada no podemos llegar a su fondo. ¿Quién escuchará el grito del filósofo que lanza la pregunta a todos? ¿Quién dará lo mejor de sí mismo para responder? ¿Hay alguien que comprenda y se pliegue a las tristuras mientras vivimos y en el momento de la muerte? 

La naturaleza de la luz

Antonio Machado intuía que hay Alguien que no nos deja solos y que se insinúa como sombra y reflejo de un amor. Ve con tristeza el paso del tiempo, la decadencia de las cosas, la desilusión. Es una poesía llena de melancolía: 

“La tarde está muriendo como un hogar humilde que se apaga. Allá sobre los montes quedan algunas brasas. Y ese árbol roto en el camino blanco hace llorar de lástima. ¡Dos ramas en el tronco herido y una hoja marchita y negra en cada rama! ¿Lloras?… Entre los álamos de oro, lejos, la sombra del amor te aguarda”.  

De igual forma, Cohen intuye que algo existe por el hecho de que la herida produzca algo en nosotros, un movimiento, una humanidad que no se conforma, y se puede aguardar a que llegue algo que la ilumine. Eliminar el grito o huir a la distracción aniquilará lo que somos. Mirarlo abiertamente permitirá descubrir un resplandor, una llama. 

Jiménez Lozano en su poesía “Atardecer” desea que todo dure para siempre:  

“El sol es oro líquido, azul perla el cielo por saliente: invierno ocaso. El huracán azota el seto de envejecido boj, y tienes un libro de Pascal entre sus manos junto al dorado fuego que se mueve como una inquieta ardilla o la espada de un ángel. ¡Oh, si este momento fuese eterno! Nada más pedirías a la vida. ¿Estás seguro?”.  

Esa luz percibida le va abriendo a otra manera de contemplarla, como un don. En “Puerta entreabierta” el instante ya no aparece manchado por la duda, es una postura agradecida:  

“Olor húmedo de mies recién cortada, la luz de la luna palidece, brilla el lucero matutino, canta la alondra. Entreabres un poco las puertas y ventanas de tu ánima y aceptas el regalo”.  

La naturaleza de cada cosa 

El concepto de Cohen “en cada cosa” significa lo que José Ángel González Sainz nos traslada en “Ojos que no ven”, que obliga a hacer un juego de palabras sobre lo que sí pueden ver. El recorrido del protagonista tiene que atravesar los ojos de la ideología violenta para adquirir una nueva mirada:  

“Detrás de las primeras lomas, y conforme iban cobrando altura, algunos montes se hallaban cubiertos de robles y rebollos que empezaban a amarillear y perder ya la hoja… con todo el esplendor dorado del otoño ponían un contrapunto que, en su transitoria finitud, de pronto le pareció eterno”.  

La libertad se juega frente al conocimiento de las cosas y debe decidir si lo que tiene delante vale la pena:  

“Solo sabía que ahora él estaba allí, al filo de todo y justo, antes de nada, y en ese todo y esa nada aún era para él”.  

En el momento de elegir, debe preguntarse si cerrará o abrirá los ojos, porque aceptar la belleza no es algo automático. Los ojos que ven tienen algo de inauguración, descubrir que la realidad se puede abrazar:  

“Fue entonces cuando abrió los ojos todo lo que daban de sí para que le cupiera en ellos el espacio entero a la redonda, para que le cupiera el camino y aquella inmensidad y le cupiera incluso la extensión entera del tiempo con todas sus vicisitudes, a la vez que aspiraba todo el aire que podía entrar en sus pulmones como decían que había hecho su padre. Estaba lleno de un liberatorio asombro inaugural”.  

Jesús Carrasco presenta en su joven personaje de “Intemperie” la dificultad de confiar cuando está herido y el camino del perdón en un largo viaje con el anciano que le interpela. Expresa toda la fuerza del yo, la melancolía del conocimiento de aquel que aportó dignidad frente al miedo:  

“Le hubiera gustado conocer el nombre del viejo”.  

Del mismo modo, todos los problemas, compromisos, tareas… que podamos tener no son las más urgentes, sino que el problema más urgente entre toda la maraña del hombre es saber el nombre de Aquel que entra como Luz en nuestra realidad, a través de las puertas y ventanas de nuestro corazón y de nuestra razón. 

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