Explicaba Julián Marías, con maestría y sencillez, que cuando llaman a la puerta contestamos quién y no qué, porque aguardamos a un sujeto, porque preguntamos por alguien y no por algo. Esperamos, tal vez, a alguien que nos trae comida rápida, o que llega a deshoras con un paquete de Amazon, o a un amigo (el quién) que viene a cenar y tiene el buen gusto de aparecer con una botella de vino (el qué) en las manos. A esto se refiere, con precisión, el diccionario cuando define “alquilar” como “tomar de alguien algo para usarlo por el tiempo y precio convenidos». Así también, en esos carteles que antaño colgaban de los balcones, y que ahora se acomodan a los famosos portales online inmobiliarios, se nos informa en grande con un “SE ALQUILA” y luego se acompaña con la letra pequeña “Razón en portería”, porque cuando se alquila algo (el piso) la razón debe darla alguien (el portero).
Esta sencilla distinción se torna a menudo oscura en un tiempo que como el nuestro acaba por aplicarle la lógica de las cosas (la del uso, la del rendimiento y, en el mejor de los casos, la de la reciprocidad) a las personas que piden de por sí otra lógica bien distinta: la del don, la del donar(se) que es dar sin perder, la que escribe Ratzinger en Jesús de Nazaret cuando afirma que “sólo quien se da a sí mismo crea futuro, quien solo desea cambiar al otro, permanece estéril”. Lo sufrimos en carne propia cuando le pedimos a alguien que no nos trate como a un kleenex. Está más que nunca puesta en tela de juicio, pero no necesita demasiada elucubración la evidencia de que la dignidad intrínseca del ser humano reclama que no se nos use y nos tire como a un papel lleno de mocos.
De esta manera, tan aparentemente obvia y natural, los seres humanos alquilamos un piso, un coche o un trastero; contratamos a una persona por obra y servicio; y pegamos un sano respingo, qué sé yo, por ejemplo cuando de alquilar un vientre se trata. Esa incómoda verdad, que asoma en forma de sobresalto, es un síntoma de sana conciencia, mas no debería llevarnos a quedarnos varados en el qué, sino a profundizar en el foco del quién, que aparece detrás con sus heridas, muy reconocibles porque son también las nuestras. Poco bien haríamos en sacar la moralina del dedo acusador y algo más de luz, tal vez arrojaríamos, si fuéramos capaces de sacar de un caso así los anhelos que hay en el corazón de los quiénes: el hijo y su madre, el hijo que deseaba desde lo más profundo de sí ser padre, y el padre póstumo que, quién sabe, ahora podrá tener una conversación de tú a Tú, con el Padre.
Ha de haber un discernimiento prudencial sobre los medios que los quiénes utilizamos para conseguir los qués que deseamos, también cuando esos qués vengan de la mano de buenísimas intenciones. Ha de haber, si procede, una denuncia que, con caridad en la verdad, ayude a ver más claro, a remar más adentro. Pero ha de haber, y eso es lo que a mi juicio más apremia, una indagación en los corazones heridos que alquilando a madres, andan buscando a gritos al padre y al Padre.