Increíble pero cierto

Cuentan que, en una ocasión, el papa Juan Pablo II se encontraba bastante cansado porque trabajaba mucho y no paraba de viajar. Sus amigos querían ayudarle y a alguien se le ocurrió una gran idea:

  • Santo Padre, ¿por qué no se toma unos días para ir a esquiar? El aire de la montaña es saludable y usted solía ser un gran deportista. ¡Seguro que vuelve a Roma como nuevo!

Era verdad que Juan Pablo II amaba los deportes y la naturaleza así que, ni corto ni perezoso, se plantó en la estación de esquí con sus botas, sus esquís y un buen abrigo. También llevaba un gorro bien calentito (aunque yo me lo imagino con boina de cura de pueblo) y unas enormes gafas de sol, completamente necesarias para no ser reconocido.

El plan funcionó de perlas. El papa lo estaba pasando estupendamente y nadie se daba cuenta de su presencia, ni en las pistas ni en el telesilla. Y así hasta que, una tarde, a nuestro famoso personaje de incógnito le tocó hacer la cola detrás de una familia.

Pillado

Tenía que pasar. Es el típico niño que, en vez de mirar hacia delante como todo el mundo, se vuelve constantemente hacia atrás con mucha impertinencia. De repente, ojos como platos. Ya está, pillado sin remedio. Con un gesto del índice y un guiño, el papa implora silencio (¡no te chives! ¡Sé mi cómplice de travesura!). Pero es sabido que los niños lo sueltan todo, así que no es posible callar al delator:

  • ¡Papá! ¡Juan Pablo II está en la cola, detrás de nosotros!
  • Calla, hijo. No molestes al señor.
  • ¡Pero te digo que es el papa que sale en la tele! ¡Está justo ahí!
  • Sí, hijo, lo que tú digas… Anda, cierra el pico y no te hagas daño al subir al telesilla.
  • Pero papá…

Sucedió lo increíble

A Juan Pablo II me lo imagino aguantándose la risa. ¿Quién iba a pensar en su sano juicio que el papa de Roma estaba haciendo cola en la estación de esquí? Imposible. Seguro que una personalidad tan famosa y ocupada tiene cosas mucho más importantes que hacer y sitios más apropiados en los que estar. Y si, por alguna remota circunstancia, estuviera esquiando, desde luego que no haría la fila con todo el mundo, ¿no? ¿O sí?

Pues aquella vez sucedió, pero nadie se dio cuenta salvo un crío molesto al que no tomaron en serio. No podía ser que el papa estuviera allí. Y, sin embargo, estaba de verdad en carne y hueso, al alcance de la mano, participando con entusiasmo de lo que ocurría en aquel lugar, escuchando discretamente las conversaciones y encantado de que precisamente un niño supiera su secreto. ¡Y fin!

Cuento esta historia como yo me la imagino a partir de una anécdota que escuché a alguien que la sabía de buena tinta. La comparto con vosotros por sí, como a mí al escucharla, al leerla os dan ganas de saber la verdad, como aquel niño.