Estatua de la ¿libertad?

Javier Rubio Hípola

En Liberty Island, en el puerto de Nueva York, se alza la estatua más colosal del mundo: la estatua de la libertad. Desde allí la Libertad, vestida de diosa romana, alza en su mano derecha una antorcha iluminando el mundo y sostiene una tabla de la justicia en la izquierda, defendiendo la ley y la autodeterminación de los pueblos. Su rostro es sereno, imperturbable, con una gravedad que parece juzgar el mundo violento en el que vivimos y encontrar sus muchas carencias. O simplemente observar indiferente el monótono ir y venir de las vidas de los hombres.

Sus símbolos se agotan rápidamente y nos dejan insatisfechos. Apreciamos su monumentalidad y su valor para la humanidad. Proclama el valor de la libertad desde las costas de un pueblo que ha asumido históricamente la tarea de defenderla en todo el mundo. Con la luz de la antorcha y la caracterización divina se pueden elaborar analogías interesantes, pero poco más. No nos dice nada de las cosas que más nos preocupan: ¿De verdad existe la libertad o es una ilusión? ¿En qué consiste? ¿Estamos determinados por el destino, o por un Dios tirano que controla todo? ¿Cuál es el fundamento real que da al hombre la capacidad de ser libre? ¿Y el valor de la autoridad? ¿Hasta dónde se es libre?

Más aún: ¿es legítima la pretensión divina, el tamaño y la soledad de esa estatua? ¿Está hecho el hombre para buscar la libertad y sólo la libertad?

Y más de uno ha dicho que junto a la estatua de la libertad debería erigirse otra, más monumental si cabe: la estatua de la Responsabilidad, la cenicienta de los valores occidentales. La diosa que parece haberse escondido en lo más recóndito del Hades y haber sido sustituida por una plétora de derechos sociales absolutos que nadie parece saber muy bien de dónde han salido.

El experimento del emperador Calígula.

Todo esto ha preocupado al hombre, a los políticos, a los filósofos, a las amas de casa y a los jóvenes escolares que empiezan a pensar por sí mismos. A los grandes pensadores el problema de la libertad les ha fascinado tanto como horrorizado. Nadie se atreve a definirla, a encerrarla en su sistema, como un párrafo más entre otros tantos. Sólo los medievales, esos monjes que vivían con celo y entusiasmo su voto de obediencia religiosa, se atrevieron a hablar de la libertad, de Dios y de los ángeles con la misma soltura con que hablaban del tiempo, del espacio o de las causas.

Sin embargo parece que las grandes respuestas de la filosofía no satisfacen la sed profunda de la pregunta de la humanidad sobre la libertad.

Llegamos al siglo XX –el siglo de las guerras y de las libertades– y uno de sus grandes profetas, Albert Camus, parece darle un bofetón al torpor de las masas revolucionarias con su enorme Calígula. En esta obra de teatro esencial, Camus pone a prueba el ideal de libertad absoluta sobre la fragua de un fascinante experimento político.

Calígula es un personaje que intenta llevar la libertad a su límite más absurdo: una libertad superior a la de los dioses, una libertad ajena a los lazos humanos. Libertad de todo y de todos que, a fin de cuentas, somete al hombre a la soledad total. Así en el primer acto no duda en proclamar:

“¡Ah, hijos míos! Acabo de comprender por fin la utilidad del poder. Da oportunidades a lo imposible. Hoy, y en los tiempos venideros, mi libertad no tendrá fronteras”.

El problema es que, cuando la Libertad se alza en solitario y de forma absoluta sobre las vidas de los hombres, termina destruyendo la humanidad del individuo y de cuantos le rodean.

Y, al final de un camino de iluminación y de intrigas en busca de una luna imposible, Calígula debe admitir que una libertad sin restricciones hace imposible el amor:

“El amor no me basta: eso es lo que comprendí entonces. (…) Es habitual la creencia de que un hombre sufre porque la persona a quien amaba muere un día. Pero su verdadero sufrimiento es menos fútil: es advertir que tampoco la pena dura. Hasta el dolor carece de sentido. Ya ves, no tenía excusas; ni siquiera la sombra de un amor, ni la amargura de la melancolía. No tengo coartada. Pero hoy soy más libre que hace años, libre del recuerdo y de la ilusión. ¡Sé que nada dura! ¡Saber esto! Sólo dos o tres en la historia hemos hecho esta experiencia, hemos realizado esta felicidad demente”.

Si los poetas y los sacerdotes han proclamado durante siglos el poder creador del amor, Calígula descubre que una libertad sin límites conduce irremisiblemente a la destrucción. El ser humano, convirtiéndose en una caricatura de Dios termina por destruir lo que otros han construido:

“Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que tritura vidas humanas (…)”.

El final espeluznante de la obra nos presenta a un hombre enajenado, desahogándose frente a un espejo, con la esquizofrenia de quien comprende que sus ideales eran contrarios a su propia humanidad. La luna que buscaba no se encontraba en el camino de la destrucción hacia el trono de una divinidad absoluta, sino en el camino de la humildad hacia la pobreza más genuina del hombre. Calígula muere con sed y con odio. Y el odio no le apaga la sed, ni siquiera la sed de libertad absoluta que parece haber polarizado su vida.

“Si yo hubiera conseguido la luna, si el amor bastara, todo habría cambiado. ¿Pero dónde apagar esta sed? ¿Qué corazón, qué dios tendría para mí la profundidad de un lago? Nada, en este mundo ni en el otro, que esté a mi altura. Sin embargo sé, y tú también lo sabes, que bastaría que lo imposible fuera. ¡Lo imposible! Lo busqué en los límites del mundo, en los confines de mí mismo. Tendí mis manos, tiendo mis manos y te encuentro, siempre frente a mí, y por ti estoy lleno de odio. No tomé el camino verdadero, no llego a nada. Mi libertad no es la buena. ¡Nada! Siempre nada. ¡Ah, cómo pesa esta noche! Helicón no ha venido; ¡seremos culpables para siempre! Esta noche pesa como el dolor humano”.

 

Una respuesta desde el sentido común.

Otro gran profeta del siglo XX, Chesterton, se unió a la denuncia de Camus, pero junto a la denuncia propone una vía de sensatez en medio del caos informe de todas las libertades humanas. El gran problema de esta solución es que implica un enorme salto de fe y confianza que no todos están dispuestos a aceptar.

Porque si Dios existe y en su bondad ha querido dar un sentido a nuestra libertad, a nuestro amor y a nuestro sufrimiento… no podemos eludir nuestras responsabilidades y nuestro deber religioso: “El hombre de verdadera tradición religiosa entiende dos cosas: la libertad y la obediencia. La primera significa que sabes lo que realmente quieres. La segunda significa que sabes en quién confiar” (G.K.’s Weekly, 18 de Agosto de 1928)

Quizá la soledad de la Estatua de la Libertad sea un error. A lo mejor su tamaño monumental también lo es. Quizá tenga sentido dejar de divinizar valores humanos y empezar a preguntarnos qué es el que nos hace verdaderamente libres –qué o quién da sentido a la libertad humana– y si merece la pena empezar a responder.

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