Recuerdo cómo hace muchos veranos escribía cartas. Lo hacía porque no había whatsapp y porque todavía no nos relacionábamos a golpe de instante. Podíamos llamarnos o escribirnos si no estábamos al lado. Esto último permitía reflexionar, rumiar lo que uno iba a expresar, y en ese camino, encontrábamos cosas que decir que la palabra oral no nos había facilitado, pero que ahora, mirando a ese tú en el papel, éramos capaces. El yo empezaba a quitarse capas como en una cebolla, y a su vez, a ponerse el velo que todo debe cubrir, ese necesario para no manosear el Misterio.
Pasados muchos agostos, el Instituto Newman ha recuperado este método, a través de un profesor enfermo que quiere contarle a sus alumnos por qué el cristianismo es razonable y puede ser una respuesta a la vida; esa vida desplegada ahora en la toalla de playa como un enorme interrogante torrándose al sol. Estamos hablando del nuevo libro que muchos ya conoceréis: Cartas a mis alumnos.
Terminar el curso con esta publicación es una bendición, además de un tic en nuestra misión. Una vez que la criatura es parida, la palabra escrita hace su trabajo, entra en las cabezas y en los corazones, ya no nos pertenece y tiene vida, y esto ha producido un efecto interesante que me ha hecho pensar. Algunas personas nos escriben preguntándonos por el profesor, cómo está, si es real, qué le ha sucedido… Cartas a mis alumnos es un libro argumentativo, en cierto sentido. Narra una idea, la acompaña y explica. Es una idea con ideas. Pero también es una vida y unas circunstancias. Necesitamos encarnar las ideas para que nos toquen. No se trata de subestimar la teoría. En una universidad no se puede despreciar aquello que son los mimbres sobre los que se teje todo lo demás. La noción de la realidad es lo que conforma la acción del hombre. De alguna manera, es lo que funda de moralidad nuestras acciones. Pero es curioso ver cómo cuando el desarrollo del argumento está en la voz de alguien, nos afecta. Cómo la teoría nos importa en la medida en la que ha conformado a una persona, porque es más espontáneo que nos importe alguien que algo. Y esto es un espectáculo cada vez que nos pasa. Experimentar que somos un tú de otro constitutivamente. Las ideas no nos mueven, nos pueden fascinar, pero no nos hacen sufrir o alegrarnos hasta que las vemos en otro, hasta que vemos cómo generan vidas, hogares, proyectos, seres humanos… Nos interesa y nos despierta ser testigo de cómo esa idea se ha desplegado y ha conformado una existencia con éxito o por el contrario la ha fracasado.
Este es el poder de la literatura.
Os invito a seguir la conversación con este profesor de las Cartas. Estamos necesitados de un diálogo que nunca acabe, de un Tú que nos escuche.
Buen verano.