¿Dónde queda el rincón de los pecadores?

Sucedió hace algunos meses. Un buen amigo vino a verme a la Universidad. Compartimos un almuerzo en la cafetería del Colegio Mayor, conversando animadamente. Ambos teníamos muchas cosas para contarnos.

Al terminar, pausa para un café mediante, me dijo que le vendría bien quedarse unas horas trabajando en el campus, aprovechando que se había traído el ordenador. Nuestro polivalente square era el lugar ideal. Mi amigo Rafa se quedó allí trabajando y yo volví a mi habitación dentro de la casa.

Horas más tarde, me acerqué a saludarlo, pues tenía que marcharse. Fue entonces cuando me lanzó la pregunta de nuestro faro de hoy:

¿Dónde queda el rincón de los pecadores?

Inmediatamente esbocé una sonrisa. “Venga, Rafa”, le dije. “Te enseñaré nuestra capilla”.

Pero mi amigo Rafa, con quien por cierto me une la fe, no se refería a la capilla. Él quería saber dónde podía cultivar el arte de fumar en pipa dentro del campus.

El equívoco me pareció muy feliz y pienso que al obispo de Roma le agradaría mucho la anécdota.

¿Es la capilla -una capilla- algo así como un rincón de los pecadores?

Mientras seguimos con ilusión el progreso en la edificación de nuestra nueva capilla, y mientras celebramos a diario la Eucaristía en nuestra capilla de siempre, me gusta recordar que la Iglesia no es tanto una asociación de personas intachables, cuanto más bien un vibrante hospital de campaña –como ha dicho en ocasiones el papa– al que tanta gente herida acude a diario buscando la cercanía, la proximidad, del Señor.

Yo, Martín, soy una de esas personas heridas, aprendiendo a vivir de su misericordia. Por eso, procuro decir cada día: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

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