Dice Miguel que «la fe no te quita el dolor». A Miguel y a Rosa se les murió su hijo menor, Joan, cuando tenía tres añitos. Activo y vivaracho, consiguió mover una mesa del jardín para saltar una pequeña valla que rodeaba la piscina. Quería recuperar su pelota. Era pleno mes abril, su madre limpiaba la casa y se despistó. Su padre terminaba unos acordes de su último disco en un estudio que distaba tan solo tres kilómetros del chalé. Rosa, que estaba con Ana, la mayor de 13 años le dijo a Mikel, el mediano de siete, que buscara a su hermano, que lo había perdido de vista. Mikel volvió del jardín: «Mamá, Joan está en la piscina». En ese momento, dice Rosa, el cerebro se disocia y te mete en una película para que en la realidad no te dé un ataque al corazón. Miguel llegó a la casa y abrazó a su hijo inerme. Los sanitarios, después de un largo tiempo de reanimación, le dijeron que habían hecho todo lo posible. Miguel miró los ojos de Joan, pero «él ya no estaba». Lo abrazó con todas sus fuerzas.
Esa noche veló, le pidió a Dios que resucitara a su hijo. Tenía fe, estaba convencido de que Dios lo haría y lo que más le preocupaba era que su hijo se despertara en el tanatorio y nadie estuviera allí para acogerlo. Los cuerpos no se pueden tocar hasta después de la autopsia, pero Miguel le pidió al juez que le dejara ver a su hijo cuanto antes. Cuando llegó al tanatorio, dos vigilantes muy altos custodiaban el cadáver del pequeño para evitar que el padre se abalanzara para abrazarlo. Estaba allí, «en una caja pequeña de hierro frío, no le habían puesto ni una sábana debajo» describe. Miguel lloraba, rezaba, se puso a cantar y a adorar a Dios ante el cadáver de su hijo. «Fue la mayor adoración que he hecho en mi vida». Los dos hombres que escoltaban a Joan cayeron al suelo doblegados ante la escena y empezaron a llorar. «No fui a quejarme a Dios, fui a pedirle. Sabía que Él podía hacerlo (…) por eso le dije: si no lo levantas por algún motivo que yo no conozco, quiero que sepas que no te voy a dar la espalda: voy a seguir creyendo en ti». Joan no volvió a esta vida…
Luego llegó la culpa: de Rosa por despistarse, de Miguel por no estar en casa. «Hasta el perro parecía sentirse culpable. Estoy seguro de que, si hubiera podido hablar, habría dicho que él era el máximo responsable por no haber ladrado más fuerte». Miguel y Rosa asumieron su responsabilidad y combatieron la culpa con todas sus fuerzas. La culpa «no te deja vivir, te machaca, es inasumible y te impide seguir adelante». Decidieron, en cambio, celebrar el tesoro de haber tenido un hijo como Joan, sabiendo que el sufrimiento es «la letra pequeña del amor».
El presentador de Roca Project, el pódcast donde Miguel y Rosa han dado su testimonio, dice que hay una palabra para cuando se te muere el cónyuge —viudo—, y otra para cuando se te muere un padre —huérfano—, pero cuando se te muere un hijo, el sufrimiento es tan grande e inefable que no hemos sido capaces de inventar una palabra para encerrar ese dolor.
Nueve años más tarde, a las cuatro de la mañana, un grupo de sanitarios y dos Mossos d’Esquadra llamaron a la puerta de un quinto piso de Tarragona, donde Rosa y Miguel residían entonces. Ana, la hija mayor de 22 años, que estudiaba en una escuela de música moderna en Barcelona, se había suicidado en su habitación. Padecía TCA (Trastorno de Conducta Alimentaria) y había tenido dos tentativas antes, pero ya habían pasado cinco años y parecía estar bien. Tenía novio y acababa de aceptar la invitación para ser vocalista en un grupo, pero cayó en la trampa de pensar que «estaríamos mejor sin ella», dice Rosa.
«La fe no te quita el dolor», repite Miguel, «pero te dice que un día va a terminar ese dolor y vas a tener un final feliz. La fe hace que, a pesar del dolor, de las contradicciones y de tantas preguntas que no entendemos, sigas caminando». La esperanza, dice Rosa, es el «salvoconducto» que te ayuda a caminar hacia el reencuentro. Sin esperanza hay «solo dolor» y «una horrible expectación de muerte».
Rosa y Miguel nos ponen de golpe delante de la pregunta por el sentido en medio del dolor más profundo. Quieren testimoniar ese milagro que ha sostenido sus vidas y su matrimonio como una especie de hilo invisible que nunca se ha roto. Le escucho decir que la fe les ha quitado el miedo a vivir… y a la muerte, que su esperanza está fundada en que Jesús es la verdad y es capaz de responder al clamor de Miguel en el tanatorio: «yo lo resucitaré en el último día» (Juan 6,54). Y me han enseñado que, además de confiar y de abrazar esa esperanza, han encontrado en la caridad el antídoto para vencer a esa culpa que de vez en cuando todavía viene a acusarles. «A base del ejercicio de callarle la boca pudimos trabajar en amarnos más».

