Sentados en la orilla, con los pies en el agua, las mareas nos revelan dos formas de mirar al mar. Una es la que describe el escritor francés François Mauriac: “Intento captar el rumor de una marea que se aleja”. Es la mirada que, tras un largo curso de vivencias, hace memoria y pasa por el corazón lo que ha llegado hasta la orilla de nuestra vida.
Hay sinsabores y tristezas pegajosas como algas. La magnanimidad del mar, que siempre excede sus contornos, nos invita a buscarles un sentido. Y hay también alegrías redondas como conchas. La luz del mar las vuelve a hacer brillar. Y elegimos disfrutarlas de nuevo.
Pero el mar también nos habla de olas por venir. Más que a la incertidumbre, su horizonte vastísimo nos empuja al asombro. Es la mirada cargada de ilusión, abierta a las sorpresas que traerá el nuevo curso. Renovada por los baños de sal, esta mirada descubre novedad donde otros solo ven el cansancio de lo ya visto.
Ignoro cuál de las dos miradas nos saldrá con más frecuencia este verano. Pero intuyo que ni la memoria ni la ilusión bastarán para salvar del naufragio lo vivido o lo por vivir. Tampoco la voluntarista fe en lo humano es muy prometedora, por bellos que sean los versos de Ángel González en su poema “Inmortalidad de la nada”:
Los despojos del mar roen apenas
los ojos que jamás
—porque te vieron—,
jamás
se comerá la tierra al fin del todo.
En esto, puede que no seamos tan distintos. La congoja que provoca la inmensidad del mar es la misma para todos. Como también lo es la luz —el deseo de luz— que encienden las olas. Lo dice genialmente Gustave Thibon en un texto que nos hermana a todos:
“Me siento abandonado por un Dios que no existe”, dice el existencialista. A lo que el cristiano responde: “Yo me abandono a un Dios que se oculta”. En el fondo, estos dos sentimientos se reclaman el uno al otro; porque, para abandonarse plenamente a Dios, de algún modo es necesario sentirse abandonado por Dios. El desamparo y la ofrenda son el flujo y el reflujo de la misma ola.
