María Hernández Martínez
El pasado domingo nos dejaba José Jiménez Lozano. Don José se fue como vivió, discretamente. Acostumbrados como estamos a la categorización y al atributo fácil, hablar de alguien que rehuía cualquier título o adjetivo pomposo ofrece una primera dificultad. Él se divertía con las manías clasificatorias y, sabiéndose incapaz de estar dentro de una doxa o de unos “ismos”, bromeaba diciendo que creía poder encajar en casi todo.
Don José, tan castellano, se incomodaba ante las “denominaciones de origen”, le parecía grotesco y peligroso que la producción del espíritu fuera producto de la tierra. Prefería también sustituir la palabra “escritor” por la de“escribidor” para escapar de las connotaciones sociales y mundanas que incluye la primera.
De vez en cuando, recurría a otros términos, pero no por afán de vanguardia o ideología, sino para remarcar la voluntad de “andar en la realidad” y no dar un peso excesivo a lo que hacía. Nuestro escribidor buscaba palabras que no estuvieran instrumentalizadas, sabía que únicamente estas pueden llevarnos a la comprensión del mundo, “solo ellas nos instalan en el conocimiento”, diría en su discurso al recibir el Premio Cervantes en 2002. Escribir era para él, una forma de ser hombre.
“El escritor casi todo lo recibe. Lo que tiene que tener es unas ciertas antenas, y eso quizá sea un don, como el que mete goles. Pero se le da todo. La realidad lo da todo, ¿de dónde va a sacar sino el mundo? No se puede crear nada, se tiene que sacar de algún sitio, es evidente. Y entonces no hay más remedio que salir de uno mismo”
Así vivía, acogiendo, buscando las voces de otros y quedándose en un lugar modesto, sin acaparar demasiado. Ese rincón fue durante bastante tiempo Alcazarén, un pequeño pueblo de Valladolid. Lo llamaba “mitad retiro, mitad exilio” y lo vivía “sin connotaciones horacianas”, recibiendo de buen grado a los amigos que quisieran visitarle y conversar con él. No tenía nada de ermitaño y sabía bien que “el silencio que se necesita es el de dentro”. Por eso, sin estar expuesto ni en primera línea para hacerse ver, don José se dejaba encontrar. Estaba dispuesto a ser interlocutor de cualquiera, también de alguna universitaria desconocida. Donaba su tiempo con generosidad y se ponía al servicio, deseoso de ayudar.
En un primer correo en que se presentó como amigo y laísta, añadía “Espero no tener nada de un intelectual ni de académicas respetabilidades, y quiero que se desempeñe conmigo como con un colega” ¡Qué regalo el testimonio de quien permanece en la humildad, de quien la vejez no agría ni marchita!
“Un libro es otro yo o la otra ánima, y así es reconocido, echado de menos y buscado”
Ningún reconocimiento ni distinción le hizo apartarse de sus inocentes, de preferir lo pequeño. Toda la documentación que necesitaba estaba en un asomarse a la ventana, en observar a ancianos y niños y guardarse esas cosas para sí. Reconocía con facilidad dónde se halla y manifiesta la vida. Por eso, aun apreciando la gran ciudad, no tuvo necesidad de formar parte de ella. Sabía que lo interesante, la particularidad y los asuntos de la fina punta del alma estaban también en las historias anónimas. Esto lo percibió desde joven, la esencia de aquello que relataban los clásicos griegos la entendía bien por haberla contemplado previamente en determinadas escenas acontecidas en su pueblo durante la infancia.
Con todo ello, para entender lo concreto, don José se servía también del mundo y de las voces de los que habían pensado, sentido y escrito. Tenía tal apertura que su círculo de amistades trascendía el espacio y el tiempo. Él dialogaba con Dostoievski, con las hermanas Brönte, con Simone Weil, con Fray Luis, con Flannery O´Connor, con Kierkegaard, con Virgilio, con Dante o San Juan de la Cruz, pero antev todo, él conversaba con la Biblia. No es baladí que se refiriera a ellos como compañeros y cómplices, don José entendía el libro como algo y alguien que puede resultar trastornador para la vida. “Un libro es otro yo o la otra ánima, y así es reconocido, echado de menos y buscado”, escribía allá por los noventa en ABC. Por esto mismo no estaba seguro de que hubiera que “promover” o “motivar” la lectura ya que significaría “como imponer la vida y la hermosura, y robarles la fascinante aventura de su búsqueda a quienes deberían anhelarla”.
Una vida coherente no parcela ni aísla, por eso, en su ejercicio como periodista, Jiménez Lozano no escondió la inquietud propia del yo interrogante. En los subgéneros más flexibles como es el artículo, fue siempre más allá de las cinco preguntas clásicas y de los hechos inmediatos. Dejó atrás el “qué”, el “quién”, el “dónde”, el “cuándo” y el “por qué” en clave efímera y parcial para abrirse a la pregunta existencial y trascendente que vibra en todo corazón. Haciendo eco de André Malraux, don José ponía encima de la mesa que “la cuestión es saber lo que hacemos sobre la Tierra”. En efecto, en otro de sus correos me compartía que leemos los noticiarios no tanto para estar informados, sino para saber algo más sobre el mundo y sobre nuestra posición en él.
“Hay que reservar la alegría para el día en que muere un hombre que ha vivido bien”
“Si se trata del otro plano de la verdad y de la autenticidad, ahí las primeras páginas de los periódicos no sirven para nada” decía. Tal vez por eso, al marcharse él tampoco haya acaparado ninguna, los asuntos que le interesaron siempre fueron otros. Nos referimos a las predilecciones propias de un hombre que vivió con la mirada fija en el horizonte del que sabe que está de paso, pero también del que logra encontrar dicha en lo que está sucediendo, en los pájaros, el trastornador olor a tierra húmeda o el sutil aire de diciembre.
En su artículo ¿Por qué se llora a John Lennon? don José dice que se llora a aquellos que han revelado la otra cara del tapiz de la vida y que ayudan a soportar esta o a vivirla con entusiasmo. Él pertenecía a este gremio, al orden de la verdad y del espíritu, por eso le lloramos. Y al mismo tiempo, hay celebración, pues como dijo en una ocasión retomando las palabras de Miguel Ángel Buonarroti, “Hay que reservar la alegría para el día en que muere un hombre que ha vivido bien” y José Jiménez Lozano vivió libre, agradecido y sencillo, sin parar de afirmar la existencia.
José Jiménez Lozano en un encuentro con los alumnos del Master en Humanidades de la UFV (2017)