Carola Díaz de Lope-Díaz. Directora Becas Europa y Escuela de Liderazgo Universitario

«Nadie puede por sí solo cubrir el trecho de la propia existencia sin el auxilio de los otros. El hombre es huésped para el hombre. […] En su sentido más esencial la casa se inaugura en la invitación, es decir, se constituye en tanto que adentro en y mediante su apertura: no es la pared o el baluarte sino la puerta y su abrirse lo que inaugura el dentro como tal, como espacio según la presencia de lo humano». (Marín, H. Mundus. Una arqueología filosófica de la existencia, 2019)

Nuestros hogares han estado cerrados a las visitas de amigos durante dos largos meses debido a la pandemia del Covid-19. El hogar ha quedado cerrado a los demás por proteger a los nuestros, por miedo, por prudencia, o por el cumplimiento de las normas que no nos permiten juntarnos. Esta separación resulta dolorosa, aunque en ocasiones atenuada por la comunicación a través de una pantalla. La acogida de otros configura nuestro hogar y a nosotros mismos. El deseo que hay en cada uno se va haciendo más fuerte según vemos que se aproxima el momento de la reunión.

Necesitamos volver a inaugurar nuestra casa con una invitación a quien ya la conoce. Nos necesitamos unos a otros, y necesitamos compartir comida y bebida que nos hacen sentir vivos. Es alrededor de la mesa donde nos encontramos con nuestros hermanos, nos damos a los demás y crecemos juntos.

En el Evangelio de San Juan que la Iglesia proclama estos días, Jesús nos dice «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6, 53-55). Así más arde nuestro corazón por el deseo de compartir el alimento que nos da la vida eterna y de juntarnos con nuestros hermanos en nuestro hogar, que es la Iglesia, para poder celebrar juntos que Cristo ha resucitado.

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