Lo pienso cuando veo a Joe Biden caminando por ahí, con sus gafas de sol y su sonrisa a medias, o su rictus serio, con sus dos móviles en la mano. Cumple este mes 81 años. ¿En qué piensa este hombre cuando se despierta? Probablemente, en alguna ley que aprobar, en un lío a resolver en el Senado, en una guerra que parar. La idea que tengo de una persona de esa edad no concuerda con esos desafíos: me imagino a un hombre sentado en Sagrillas (por ejemplo) en una silla de enea, con una camisa de franela, un bastón y una mirada apagada.
¿Está el ser humano preparado, física, psicológica y espiritualmente para dirigir el país más importante del mundo a los 81 años? Los avances médicos van prolongando la esperanza de vida. De hecho, según la Organización Mundial de la Salud, se prevé que el número de personas de 80 años o más se triplique entre 2020 y 2050, hasta alcanzar los 426 millones. ¿Pero hasta dónde llega esa esperanza? ¿Solo hasta la muerte? Este verano, uno de mis hermanos me dijo que los viejos no tienen miedo a morir, que la naturaleza nos va preparando para ese momento. ¿También a Joe Biden? ¿Tiene tiempo este hombre para reflexionar seriamente sobre los frutos de su vida? ¿Lo hago yo, con mis años y mi pobre fe puesta a prueba con cada nueva herida? Dijo Thomas Merton que «una vez que comprendamos la dialéctica de la vida y de la muerte, aprenderemos a correr los riesgos que la fe implica». Biden sube y baja de aviones, y a veces nos reímos de él porque se despista, y toma decisiones trascendentales mientras yo no paro de preguntarme de qué se confiesa, a qué teme, de qué se ríe.