Los hebreos en el desierto no pudieron soportar que Moisés se retirase cuarenta días, con sus cuarenta noches, para hablar con Dios en la cima del Sinaí. Este nos deja tirados –debieron pensar- y más bien por angustia que por despecho, se apresuraron a construir un becerro de oro que mitigara el dolor que causaba la ausencia.
Cuando en algún debate sobre la presencia de símbolos religiosos en el espacio público, alguien me dice que, si de él dependiera, quitaría crucifijos de las paredes y derribaría cruces de las calles, siempre le respondo, a modo de sana provocación, que si es tan amable de decirme qué es lo que va a poner, una vez que queda claro lo que va a quitar.
Como escribe Adrien Candiard en su interesantísimo librito “Fanatismo” (Rialp, 2023), el lugar que ha dejado Dios no queda vacío durante demasiado tiempo, pronto se ocupa con otro qué o con otro quién. Esa otra cosa, que ocupa el lugar de Dios y que muy pronto pasará a tener muchos de los atributos divinos, es lo que conocemos como un ídolo. Dios parece, mas Dios no es. Y nosotros, a veces, cegados por el resplandor de la cosa que tanto se le parece, acabamos por confundirlo e incluso por reemplazarlo. Las preguntas entonces apuntan directas al corazón de carne, ese corazón inquieto e insaciable que todos tenemos: ¿con qué llenamos el vacío?, ¿cuáles son nuestros ídolos?, ¿cómo vamos a cuidar ese hueco vertiginoso para rechazar las tentaciones idolátricas que inevitablemente a todos se nos presentan? Nos va la vida en las respuestas; la vida eterna.