Un homenaje a Jorge Luis Borges.
Al otro, a Martín, es a quien le ocurren las cosas.
Yo camino por Madrid y me demoro, acaso ya reiteradamente, para disfrutar de la luz del sol en invierno mientras acaricia las fachadas del centro; de Martín tengo noticias por correo y veo su nombre en una lista de profesores o en la acreditación de un congreso.
Me gustan los libros, las piezas de ajedrez, la letra Garamond 14, las digresiones, el café con leche sin azúcar y algunos versos de Mujica; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo intermitente que las convierte en ademanes de un soñador.
Sería precipitado afirmar que nuestra relación es sencilla; yo escribo, yo me dejo escribir, para que Martín pueda desplegar sus preguntas y esas preguntas me movilizan. Nada me cuesta afirmar que ha alcanzado ciertas metas, pero esas metas no me pueden librar, quizá porque el logro ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del recuerdo o la vanidad.
Por lo demás yo estoy destinado a buscarme infatigablemente, y sólo algún reflejo de mí podrá permanecer en el otro. Poco a poco voy permitiéndole más, aunque me consta su tendencia a tropezar y volverse a levantar. Carlos Argentino Daneri descubrió que el universo entero puede ser visto en un punto: un ejemplar de la primera versión española de Edith Stein; una cálida tarde de agosto a la vera del río en Ribadiso da Baixo; una azotea del Zoco chico de Tánger; la flor de un jacarandá en el Colegio Esquiú. Yo he de ver a Martín, no a mí (aquí estoy), pero lo veo menos en sus palabras que en muchas otras o que en el regalo inesperado del abrazo de una persona amiga.
Hace un tiempo yo traté de reconciliarme con él y viajé de las ajetreadas calles de la gran urbe porteña al corazón mismo de la península ibérica, siguiendo la pista de ciertas flechas amarillas, pero esa pista es de Martín ahora y tendré que encontrar nuevas flechas. Así mi vida es una peregrinación y todo lo conservo dentro y todo es del Misterio, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta columna.