Hay algo en la forma del corazón humano que no se deja comprender desde los anaqueles de la cardiología. Es una suerte de condición paradójica, según la cual el corazón es capaz de saber acerca de ciertas cuestiones.
No quiero hacer un canto al emotivismo reinante en nuestros días. Más bien prefiero aproximarme a la estela de un pensador singularmente racionalista: Blaise Pascal (1623-1662). “El corazón tiene razones que la razón no conoce”, reza el fragmento 277 de sus Pensamientos.
¿Qué razones tiene el corazón que la razón ignora?
El corazón -eximo, desde ya, al bueno de Pascal de la torcida interpretación que pueda hacer de su conocido fragmento- es el centro de la persona humana; allí donde reside el cúmulo inagotable de deseos, sueños, ilusiones y proyectos que nos constituyen en tanto que seres en camino, enviados a la aventura de amar.
El corazón es la sede del enigma que somos incluso para nosotros mismos. Entre sus pliegues está escrito el secreto de nuestra identidad: el nombre que nos ha sido dado y del que habremos de enterarnos al final de los días. Por eso, hay en nuestro corazón un modo del tiempo que desconcierta todos nuestros pronósticos y diagnósticos, a la vez que sostiene la suma de nuestros anhelos. En la tesitura de nuestro corazón ya está dicha la última palabra.
¿Será por eso que podemos, de vez en cuando, experimentar una especie de “nostalgia del futuro”?
¿Cómo se explica nuestra predilección por ciertos lugares que no hemos conocido?
¿Cómo se entiende la potencia de un encuentro inesperado que viene a conmover para siempre el curso de nuestra historia?
¿Qué hay en ciertas melodías que nos resultan extrañamente familiares, aunque nunca antes las hayamos oído?
¿Por qué nos consuela el final – ¿feliz? – de aquella película?
Me gusta pensar que nuestro corazón está bien hecho. Y tanto como pensarlo, me gusta decirlo, porque lo creo. Por eso lo escribo: porque ese deseo, aquella ilusión, esta certeza de que nuestra vida no es una pasión inútil sino un don que nos ha sido dado para darlo, no están fuera de lugar. Son la savia de nuestra existencia, el refulgir de una promesa de la que es razonable fiarse, porque así lo exige la palabra que llevamos dentro. Nuestra experiencia elemental.
Yo no sé cuándo tendremos la suerte de encontrarnos. Ni qué paisajes se descubren hoy a tu mirada. Pero sí sé que, de vez en cuando, entretanto, puedo oír algo parecido a tu nombre. Es como un eco que me alcanza viajando desde lo más hondo del deseo… Y es entonces cuando, aunque mi razón no lo entienda, acaso sin conocerte todavía, te echo de menos.