Mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible.
Pienso que Mario Benedetti acertaba: creo que aquella es una buena táctica. Pues ¿qué hay entre nosotros más que puentes -y, en ocasiones, muros o abismos- trenzados de palabras, gestos y miradas?
La distancia que nos separa es, con todo, lo suficientemente honda como para que no baste con un puñado de palabras para atravesarla. Por mucho que me empeñe en nombrarte (Tú), una parte de mí todavía permanece enmudecida.
Si la magnitud del deseo del corazón nos abruma, nunca faltará quien venga a recomendar una receta antiquísima: negar el deseo; o bien, desear menos y, si es posible, ya que estamos, dejar de desear. De lo contrario, sumidos en la dinámica del anhelo cuya consumación es imposible, habremos de sobrellevar para siempre el peso de cierta inapelable frustración. Pero ¿es humano renunciar al deseo? ¿Es razonable -es decir, adecuado a la fibra más íntima de nuestra humanidad- dejar de esperar?
Yo soy de los que prefieren creer que, antes que ser negado, lo que el deseo pide es ser afirmado. Porque nuestra sed no es un defecto del que debamos avergonzarnos, sino expresión de una naturaleza -la nuestra- que está hecha para más de lo que ella puede darse a sí misma. No ser suficientes no es una mácula a nuestra dignidad, sino la razón de su belleza. Somos obra de las manos de Otro.
Afirmar el deseo significa educarlo. Para empezar, reconocerlo; admitir que está ahí, que forma parte de mí (Tú), que me constituye, que no es otra cosa, mal puesta, una desafortunada deriva de nuestra genética, sino la gramática de nuestra misma existencia.
Afirmar el deseo significa abrazarlo. Por continuar, aceptarlo; asumir que es una buena noticia, que dice algo bueno de mí, que me manifiesta, que es un modo del ser que me insinúa lo que puedo llegar a realizar si me dejo alcanzar por una palabra (Tú) que me rescata.
Afirmar el deseo significa ofrecerlo. En definitiva, donarlo; confiar en que habrá otro, alguien (Tú), para quien este corazón no sea extraño sino hermoso, pues tiene algo especial que ver consigo, como un regalo descubierto una fría mañana de invierno, como un signo proveniente de lo alto.
¿Es razonable creer? ¿Es razonable desear? ¿Es razonable esperar que nuestra vida se cumpla en una alianza perpetua, definitiva?
Yo, Martín, creo -y, por lo tanto, pienso y espero- que sí.
Por eso te hablo. Por eso te escucho.
(Por eso escribo)
Por eso deseo que construyamos juntos, con palabras, un puente indestructible. Capaz de llevarnos algún día hasta la otra orilla, al encuentro del Encuentro del que son un destello de anticipo todos los encuentros.