Recuerdo de la primera vez que hice el Camino de Santiago un diálogo que por entonces era habitual entre los peregrinos que empezábamos a recorrer aquel verano los senderos de Navarra.
“¿Hasta dónde vas?”, era la típica pregunta. En español o en inglés, con acento alemán, italiano, argentino o francés, unos y otros dábamos cuenta de la dimensión de nuestras expectativas.
Por supuesto, no siempre se oían las mismas respuestas. Sin embargo, en general se dirimía el destino entre dos clases de peregrinos: los que respondían simplemente “Santiago” y los que, en cambio, ya se veían en Finisterre, Muxía, o alguna forma de combinación entre las dos.
Había algo que me incomodaba en esas respuestas. No sé si de entrada tenía muy claro qué. En cualquier caso, muy pronto me tocó a mí también responder por primera vez a la pregunta.
“Zubiri”, contesté.
Seguramente, François, mi interlocutor, haya sonreído (François sonreía a menudo). Transitábamos apenas nuestro segundo día de Camino, tras el cruce de los Pirineos, y la niebla de Roncesvalles todavía envolvía nuestros pasos. Zubiri era, precisamente, el sitio al que nos dirigíamos ese día: el destino de la etapa. El objetivo de la jornada.
Decir “Zubiri” no era, entonces, un modo de negarme a confesar mi deseo -el sueño, la ilusión- de llegar algún día a la Plaza del Obradoiro en la antesala de mi visita al sepulcro del Apóstol. Era una forma de recordarme que el sitio al que me dirigía tenía que ver, también, con la suma de sitios por los que habría de pasar en mi camino hacia él. Que había, por tanto, un pedacito de Santiago ya presente en ese bosque navarro que atravesábamos con François. Que lo había habido mucho tiempo antes, quizá, entre las calles de la ciudad de Buenos Aires y lo sigue habiendo hoy, por qué no, a diario, entre los pasillos y las aulas de la Universidad.
Conforme empecé a responder la pregunta a los distintos compañeros que me iba encontrando a lo largo de la ruta jacobea -naturalmente, cambiando a diario el contenido, mas no el espíritu, de mi respuesta- se fue aclarando en mí la idea de que hay ciertas experiencias en la vida que piden, para ser ciertamente vividas, un principio de mesurada lentitud. No porque no interese, no sea relevante, o diste mucho uno de desear, el momento de llegar al punto al que nos dirigimos, sino porque el sentido de aquel interés se juega en gran medida en la manera en que se perfecciona el deseo.
Yo quería llegar a Santiago, pero no de cualquier modo. Quería hacer el Camino, pero hacerlo de veras: es decir, peregrinando. Acaso lo que me incomodaba de las respuestas que anticipaban demasiado pronto el final de la ruta fuese precisamente el hecho de que dejaban traslucir una suerte de prisa o premura por llegar a la meta.
La vocación de mi respuesta a la pregunta por el destino de mi aventura jacobea era -y sigue siendo- la opción por una actitud que valora el proceso, además del resultado; la inminencia, y no sólo el momento mismo. Creo que hay experiencias en la vida para las que puede resultar saludable una profunda vivencia de la duración… Tal vez, en el fragor de lo cotidiano, entre tareas y desafíos que compiten ruidosamente por un lugar en nuestra agenda, sea el “mientras tanto” un espacio de tiempo injustamente subestimado. Si estamos en camino, si todavía no hemos llegado hacia donde nos dirigimos, se abre entonces para nosotros la oportunidad de hacer experiencia de una dimensión de la espera que no es pasiva y nos vuelve capaces de cobijar la virtud fundamental de la esperanza.
Bienvenidos sean todos nuestros objetivos y los esfuerzos por alcanzarlos. Sea dicho bien alto y bien claro: la vida no es un camino hacia ninguna parte. Mi propuesta es pensar hasta qué punto aquellos objetivos (que los hay, y son muchos y muy buenos) no han de ser entendidos simplemente como un desenlace abierto al final del camino, sino como la medida exacta de nuestros pasos mientras nos atrevemos a descubrir toda la textura de su recorrido. De a poco, sin prisas y sin pausas: amar la trama.
En suma, me gusta pensar que aquello en virtud de lo cual hacemos algo está presente en todo el recorrido de nuestro hacer; que se nos adelanta como camino, por más que nosotros nos empecinemos en visualizarlo únicamente como meta.
Por eso, permíteme preguntarte: ¿cuál es el próximo “Zubiri” en tu vida?