Abrazar el instante

-Hasta se te ve diferente.

Eso, recuerdo, me dijo mi amigo Fernando una cálida noche de octubre (en plena primavera porteña) mientras charlábamos tomando un helado cerca de mi casa.

Un mes y medio antes, el martes 27 de agosto, yo había comprado un pasaje de avión con destino a Madrid. Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque ya pasaron más de tres años.

¿Cuándo empieza un viaje?

¿Cuándo empieza algo?

La pregunta por el momento cero, el puro inicio, acaso el instante, es una pregunta difícil. Y apasionante. Una pregunta de sentido.

Mi viaje -mi peregrinación- empezó, en alguna medida, aquella gélida mañana de agosto en la que compré un pasaje desde una oficina del centro de la ciudad (es que agosto es invierno en mi tierra). Pero también empezó antes, por ejemplo, el día en que escuché por primera vez a mi amigo Juan, allá por abril de 2015, hablar de una experiencia que recorre Europa. O, también antes, mucho antes, el día en que empecé a leer a una filósofa carmelita de origen alemán cuyas obras completas editaba en español un burgalés abulense por adopción.

¿Cuándo empieza un viaje?

“El instante de la decisión es una locura”, escribió Kierkegaard. Para añadir apenas luego: “y eso es lo que hace necesario comenzar por el instante”.

Yo no sé a ciencia cierta cuándo empezó mi viaje, ni siquiera cuándo empieza algo. Pero sí puedo decir, y esto es lo que hoy quería compartir con vosotros, algo que aprendí entre aquella gélida mañana de agosto y aquella cálida noche de octubre.

Lo que aprendí, si cabe, puede resumirse así: que hay que aprender a tomar decisiones; y que hay que aprender, también, a abrazar las decisiones tomadas.

Si mi amigo Fernando me veía distinto aquella noche no era porque su mirada hacia mí fuese otra, sino porque mi semblante ya sonreía. Porque si al principio la idea de viajar a España solo, y sólo con pasaje de ida, me causaba vértigo e inseguridad, lo cierto es que al cabo de esas semanas entre la gélida mañana y la cálida noche algo se fue moviendo en mí. Y mi cuerpo empezó a demostrarlo (¿ya os hablé de los músculos de la cara?). Empecé a querer -querer de cariño- la hermosa locura de dar vuelta la página de mi historia para seguir escribiéndola en un país en el que nunca había estado, a unos 10.000 kilómetros del mío. Empecé a abrazar la decisión tomada, esa que no tomé solo cuando saqué el pasaje (¿qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?, nos preguntamos con Borges en su maravilloso poema dedicado al ajedrez), sino también -y especialmente- cuando empecé a abrirme a la posibilidad de lo inesperado. Al inocente latir de un anhelo que, brotando del fondo de mí, quiso llevarme a salir de mí mismo. O, para decirlo por fin, que me llevó a hacer -y querer seguir haciendo- el Camino.

Sed todos muy bienvenidos, queridos peregrinos. Buen Camino.

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