Javier Rubio Hípola
No me considero un experto en Charles Peguy. Dudo mucho de que pueda existir un experto en Charles Peguy. Es un autor al que conocí hace años, casi por la puerta de atrás, por su obra de teatro: Jeanne d’Arc. En mi supina ignorancia, leí la obrita en una traducción casera al inglés y no supe encontrar en ella el interés que sí me produjo la novela homónima por entregas de Mark Twain.
Hace poco, otra vez por la puerta de atrás, me acerqué de nuevo al pensador francés. Esta vez de la mano de la Gloria de Von Balthasar. Sea por la razón que fuere el impacto que me ha producido este segundo encuentro ha sido más profundo y, Dios quiera, más duradero.
Y es que Charles Peguy me confunde. Como creo que debe suceder con todo lector que se acerque a sus poemas y a sus ensayos con ganas de hacer un amigo. Me explico. Converso al catolicismo, no quiso dar nunca el último paso y entrar en el seno de la Iglesia católica. Razones he encontrado decenas y ninguna del todo convincente. Si algo ofrece la Iglesia católica es la salvación eterna a sus miembros. Una salvación a la que Peguy parece haber renunciado de forma voluntaria.
Por otro lado, transformado en adalid del pensamiento cristiano en un ambiente parisino culturalmente ateo, nunca ocultó cierto escepticismo con tintes de cinismo –ese cinismo tan elegante de los intelectuales de la época– hacia la tradición filosófica cristiana. En este sentido, se opuso una y otra vez a su colega y amigo Jacques Maritain. Difícil me resulta concebir un pensador cristiano que renuncie a su papel característico con el que se describía Bernardo de Chartres: “nos esse quasi nanos, gigantium humeris incidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea” (“somos como enanos aupados en los hombros de gigantes, para que podamos ver más, y más lejos que ellos, no porque la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque somos levantados por su gran altura”).
Amigo fue, también de otros prohombres como León Bloy, Nicolai Berdiaeff o Henri Bergson. Esas relaciones nunca supusieron una influencia determinante en su pensamiento. Y, sin embargo, no sería difícil encontrar reflejos de estas amistades en sus poemas. Poemas que no están exentos de paradojas teológicas. Poemas, por poner un ejemplo, en los que la caridad parece ceder la primacía a la esperanza, esa niña juguetona e inquieta que arrastra a las venerables ancianas caridad y fe hacia adelante.
En fin, tantas y tan hermosas contradicciones plagaron la vida de este pensador cristiano, que no puedo dejar de sentirme confundido. Esta confusión no es para mí motivo de abandonar su lectura a un dudoso rincón futuro de tiempo libre sino que, por el contrario, me anima a estrenar una mirada que sea capaz de asomarse al misterio.
Creo que esa es la clave de Peguy: no una clave de comprensión, sino, en cierto sentido, de experiencia. Una experiencia muy particular. ¿Era Peguy un rebelde antisistema? No. Aunque era ciertamente un rebelde de corte algo Kierkegaardiano (autor por el que, tengo entendido, nunca expresó demasiada afinidad). Se trata de una experiencia de lo esencial del cristianismo: ese punto de encuentro entre cuanto más hay de divino en el corazón del hombre y cuánto más hay de humano en el corazón de Cristo.
Para Peguy el cristianismo no es, en su esencia, cuestión de dogmas, de costumbres establecidas o de tradiciones teológicas. Por más que todo ello tenga su valor, incluso un valor inmenso. Para Peguy el cristianismo es ante todo la experiencia personal de un hombre con un Dios que murió en la cruz. Es, por lo tanto, un encuentro en el que experiencia sobrenatural y lo carnal se hacen uno y la naturaleza queda redimida por la gracia:
Car le surnaturel est lui-même charnel,
Et l’arbre de la grâce est raciné profond
Et plonge dans le sol e cherche jusq’au fond,
Et l’arbre de la race est lui-même éternel.
(Porque lo sobrenatural es también carnal,
Y el árbol de la gracia está hondamente arraigado,
Y se hunde en el suelo y busca el fondo,
Y el árbol de la raza es también eterno.
En Suite d’Eve, En las Obras Completas de Poesía, versos 1290-1292).
Peguy descubre que en el corazón del hombre hay una aspiración irreparable hacia la trascendencia, hacia lo sobrenatural, hacia lo eterno. Y esa sed del espíritu sólo pudo saciarla en los caudales de la Iglesia Católica. Frente al misterio de por qué decidió quedarse a la orilla y no dejarse arrastrar por la corriente, no hay más que agachar la cabeza y respetar el misterio.
El pensador francés acertó a la hora de descubrir en el cristianismo una estética teológica. Su experiencia de misterio y de encuentro le hizo rechazar posturas filosóficamente acabadas – especulaciones artísticas de metafísica y de lógica–, y abrazar con sencillez y algo de sacrificio una vocación muy especial: la del intelectual con alma de artista. Y lo hizo en el preciso momento en el que el arte daba definitivamente la espalda a la belleza y en el que la intelectualidad se abalanzaba, arrastrado por una inercia secular, hacia el precipicio de las nadas y los marxismos.
¿Cómo pudo responder Peguy a este pesimismo que lo asediaba y de cuyos amargos tragos había llenado varios de sus años juveniles? Muy sencillo: dejándose arrastrar de la mano de esa chicuela traviesa e irrefrenable que es la virtud teologal de la esperanza. Esa simpática moza inocente no nos conduce por los caminos de esperanzas terrenas, cuyo sustento es pasto de continuos abatimientos y caducidades. Nos sienta en el taburete de la creación, junto a Dios: «Y así depende de nosotros que la esperanza del mundo no defraude. Depende de nosotros (¡es ridículo!) que el Creador no fracase en su obra».
La esperanza nos empuja, nos hace seguir avanzando por la vida sin perder la fe en el encuentro con Dios, cumpliendo en nosotros su llamado a la belleza y al amor. Nos lleva al monte más elevado del lugar y nos invita a contemplar cómo todos nuestros pequeños sacrificios diarios –nuestra búsqueda de una vida buena y verdadera– tienen mucho sentido.
En las hermosas palabras de otra poetisa, Clara Janés, en una reciente entrevista al diario El País: “La belleza es lo que nos salva de este caos y movimientos apocalípticos”.