Me descubro contemplando otra vez uno de mis cuadros favoritos. Caspar David Friedrich nos muestra en un metro de óleo la silueta de espaldas de un hombre que ha coronado una cima. La visión es tan magnífica, tan grandiosa, tan sublime y bella que a uno se le quitan las ganas de subir montañas: bastaría con mirar este cuadro una y otra vez. Para los más perezosos o, digamos mejor, para los de espíritu contemplativo, esta resulta, además, una idea muy cómoda.
Sin embargo, no es esto lo que me trae una y otra vez hasta este lienzo de 1818. Tampoco que el análisis artístico de esta obra nos cuente -con acierto- que el hombre, ante el misterio de la naturaleza, se siente pequeño, insignificante, superado. Hay algo en ella incontrolable y misterioso, algo que parece no estar atado a regla alguna. Algo imprevisible, que se escapa de la razón. Dicen los expertos que las obras románticas, especialmente en Alemania, mueven a la introspección, al silencio, la meditación, la soledad.
Es probable y, sin embargo, yo me pierdo en este lienzo por todo lo contrario. No busco la soledad que otros encuentran. Detrás de esta silueta de espaldas, a la que pongo siempre el rostro de un amigo, estoy yo y juntos miramos, con asombro y con orgullo de hijo, la creación del Padre. Los dos, o los tres, si tú, lector, te pones a mi lado, somos conscientes de que a veces contemplar tanta belleza, bien vale el esfuerzo de subir a la cima. Hasta para los de carácter, digamos, más contemplativo.