Con la Iglesia hemos topado, y de qué manera. El Papa dice que es como un hospital de campaña y a veces nos lo parece. Imperfecta, a medio hacer, con desacuerdos y conflictos, repleta de gente imperfecta que es incapaz de estar a la altura de los que nos proponen. Vamos, un hospital de campaña montado en una tienda con goteras y personal que parece, tantas veces, ineficiente ¡Como para dejarse operar!
Y es verdad. Es que es así. La Iglesia está formada por un montón de personas como tú y como yo (que, por cierto, seguramente seamos los dos Iglesia, porque la Iglesia es eso, no un edificio, sino un montón de personas). Y ni tú ni yo, o al menos un servidor, está como para dar ejemplo. Soy de tal calaña que cuando voy a confesarme lo primero que le digo al sacerdote es: “¿cómo va de tiempo?”, porque la narración de mis pecados da para entretenerse un rato. Miserabilillos que somos, ¿y qué le vamos a hacer?
Precisamente por eso necesitamos la Iglesia, y la confesión, y la comunidad, y los sacramentos, y todo lo que nos puedan poner delante para ayudarnos en nuestro camino porque, ¡ya sabes! queremos entrar por la puerta estrecha y a poco que nos descuidamos nos ponemos gorditos y no cabemos: gordos de tantos pecados, de orgullo, de vanidad… pues eso, ¡que ya quisiéramos ser lo que de corazón queremos llegar a ser!
Siempre que me encuentro en una conversación sobre lo “incoherente” que es la Iglesia no puedo evitar pensar en mí mismo y en que “la Iglesia” no es otra cosa más que gente similar. Bueno, ¡y santos! Eso no se nos puede olvidar, que hay santos, muchos de ellos anónimos, y tú y yo, con la gracia de Dios (porque por nuestras fuerzas iríamos listos) podemos también ser santos, que es lo mismo que decir: felices.
También me acuerdo de otra cosa. Se trata de un pasaje del Evangelio. Ese en el que un grupo de amigos le quieren acercar a Jesús a un paralítico que está postrado en una camilla y, como hay tanta gente, lo descuelgan desde el techo. ¿Me sigues? Vale, pues pensemos en estos que descuelgan al paralítico.
Lo primero es que descolgar una camilla desde el techo con alguien tumbado encima tiene su aquel. Hay que estar muy coordinados para que no demos con el pobre hombre en el suelo.
Pues ahí tenemos a los cuatro, encaramados al techo, intentando mover las cuerdas al unísono. Imagínate que uno es más bien torpe, gestiona las cosas mal, es descuidado y le cuesta concentrarse. Por más que se empeña no consigue bajar la soga al compás de los demás y las pasa canutas para mantener la camilla en equilibrio. Otro es muy hábil, pero en su interior es un mezquino que si está ayudando es solo con la esperanza de conseguir luego algo a cambio. Un tercero está a desgana, pero teme que lo juzguen mal si no arrima el hombro y, solo por eso, colabora. Por último, puestos a imaginar, tenemos a un hombre, o a una mujer, que es justo, bueno, decente, lo que se dice una bella persona, y que está deseando que el paralítico se acerque a Jesús con la esperanza de que Él lo cure.
Ya sabemos lo que pasa: en el Encuentro con Jesús el paralítico ve como su vida cambia. No solo cambia porque de repente, por un milagro, pueda caminar, sino porque ese acontecimiento lo transforma. Podríamos decir que cómo nos transformaría a cualquiera, y puede ser que sea cierto, pero os aseguro que hace falta algo más que un milagro para tener fe. No lo digo por decir: he visto muchos milagros y el impacto emocional apenas dura un rato, tal vez unos meses. Lo que nos cambia no es el milagro, sino acercarnos a Cristo.
Y, mira, da igual cómo fuesen los que tiraban de la camilla, si eran mejores o peores, si tenían buen fondo o no. Lo que importa es que nos acercan a Cristo. Ellos, sean como sean, son Sus testigos, y ya sabes lo que se dice: “cuando un dedo apunta al cielo solo el tonto mira al dedo”. No nos fijemos pues en la mota que tiene el otro en el ojo, que en mi caso es una piedra berroqueña, sino en la belleza de Cristo.
Eso es la Iglesia, un grupo de personas que hacen lo posible (o algunas “pasan”, también es verdad) porque nos acerquemos a Cristo. Y no lo hacen por aumentar el “club”, sino porque ha sido para ellas una experiencia tan grande que solo pueden desear que le pase a todo el mundo, o al menos a aquellos a los que quieren. Da igual cómo sean: hazles caso, acércate a Cristo.
Él, que hace nuevas todas las cosas, es nuestra verdadera esperanza. Te lo digo por experiencia.