El eco de Noé y la fragilidad humana ante lo inevitable

Una y otra vez, la historia parece reírse de los seres humanos sufrientes, despojándolos de lo único verdaderamente importante: la capacidad de aceptar lo inevitable. Lo que está sucediendo en Ucrania no es un avatar imprevisible, lo de Israel tampoco, y lo de Valencia no es solamente dejación de funciones de los gobernantes. Lo que ocurre con las guerras no es el resultado de una falta de eficiencia política, tal y como lo predijo Clausewitz, ni lo que pasa en Valencia es un fracaso de la ciencia en la predicción del tamaño de la catástrofe, aunque también en ello haya algo de verdad.

La ilusión del control

Los políticos no se dejan guiar por la razón ni por la compasión hacia los inocentes que conducirán a la muerte, ni la naturaleza cede ante nuestra voluntad ni ante la tecnología. Antiguamente, los hechos arbitrarios y azarosos se atribuían a la voluntad de un dios que, según se pensaba, deseaba aleccionarnos. Gracias a Dios —y a nuestro ateísmo práctico bien orquestado en las escuelas occidentales— ese dios ha desaparecido del horizonte de los culpables. Y qué bien que haya desaparecido, porque no era un dios verdadero, sino una proyección de nuestras necesidades de control, de nuestro engreimiento.

La proyección del hombre sobre Dios

Ese dios consolador, reparador, atento a la fricción de la lámpara de los seres humanos esperando que algo sucediera, ya no existe… gracias a Dios. Feuerbach, Freud, Marx y todos sus descendientes (la genealogía no tiene fin: Heidegger, Dennett, Dawkins, Onfray, Harris, Sponville, Hawkins…) tienen razón: dios es solo una proyección antropomórfica y comunimórfica de nuestra necesidad de dar sentido a lo que no tiene sentido, de nuestra necesidad de someter a leyes todo lo que es arbitrario y desconcertante, desde el azar cósmico hasta la libertad humana. Nos angustia no poder controlar la enfermedad, los terremotos, los cataclismos naturales, la arbitrariedad de los otros, la cólera del vecino, el caos social… Y la búsqueda de orden, por más que nos empeñemos, se vuelve una tarea imposible.

La búsqueda (frustrante e infructuosa) del orden

Más aún cuando creemos que ese orden se obtiene con la violencia. Añadimos caos al caos. Hasta ahora, el orden cósmico parecía basarse en culpar a alguien: o a los dioses caprichosos o a los hombres malvados (todos aquellos que no piensan lo mismo que yo). Pero desde que la filosofía y la ciencia nos despojaron de nuestros chivos expiatorios, nos hemos visto obligados a recurrir a explicaciones racionalistas que nos dejan fríos. Sabemos que las placas tectónicas están en movimiento; que el clima está cambiando; que el progreso de la tecnociencia es ambivalente —la medicina, la biotecnología, la ingeniería armamentística… matan tanto o más que curan— y sin embargo seguimos sin saber a quién culpar por esta Némesis que nos acecha. Todo lo que el hombre crea parece volverse contra él. Un destino terrible para la humanidad auto-divinizada.

Los chivos expiatorios y la precariedad de la vida

No podemos vivir sin chivos expiatorios, porque eso nos obligaría a dirigir la mirada hacia nosotros mismos, a reconocer que hay multitud de razones por las cuales la naturaleza, sin consciencia, se ensaña con nosotros. Tendríamos que aceptar por qué votamos a los locos que nos gobiernan, guiados por puros sentimientos de pertenencia, de afectividad, de historias de abuelos. Tampoco podemos consolar a los supervivientes de las catástrofes pensando que su salvación se debió a su inteligencia, su fuerza o a que adoran ídolos más eficientes. Ni siquiera sirve pensar que si los gobernantes fueran más competentes habríamos salvado algo. Todo eso son meros chivos expiatorios de nuestra rabia, de la toma de conciencia de la soledad y la precariedad de la vida que no aceptamos.

Nada de eso sirve. Vivimos en un estado de vértigo constante. Llenamos páginas de periódicos, minutos de radio y televisión, y espacios digitales, pero todo eso es solo una lapidación virtual. Es un linchamiento moderno, en el que desahogamos nuestras frustraciones tirando piedras a monstruos, brujas, herejes, extranjeros, reyes, y representantes del pueblo… para no mirarnos a nosotros mismos y evaluar lo que nos ha pasado con frialdad y objetividad. Siento que no hemos interiorizado que el azar es el azar, la libertad es la libertad, y lo impredecible es impredecible.

La condición humana que va más allá de las circunstancias

Sucedió y seguirá sucediendo. Volcanes, terremotos, inundaciones, guerras, caídas de torres… todo ha ocurrido desde tiempos de Noé. Cayeron las torres en Siloé, cayeron en Nueva York, caerán en Hong Kong. Viviremos en el exilio, en Babilonia o en París, tratando de instalar nuestro frágil ser donde podamos para asegurarnos una vida que sabemos no tenemos. No escribimos el guion de la historia, por mucho que lo queramos pretender. Nos sentiremos apátridas, nómadas, pero no nos hemos detenido a reflexionar sobre la profundidad teológica de esa condición. Oíamos hablar de guerras, pensábamos que estaban lejos, y eso nos confortaba. Oíamos hablar de catástrofes, pero las veíamos solo en las pantallas. Conflagrarán las estrellas, se alinearán los vientos arrasadores, los planetas y las aguas, pero seguiremos pensando que no nos concierne. La paradoja de la profecía de la desgracia se nos presenta como signo.

Una conciencia que despertar

Quizás, como sugiere el filósofo Jean-Pierre Dupuy, necesitamos aumentar nuestra conciencia de lo que puede suceder para actuar antes de que sea demasiado tarde. La construcción del «arca» —en un sentido simbólico— es una llamada a la acción: a prepararnos para lo que está por venir, no con fatalismo, sino con la voluntad de hacer frente a lo que no podemos evitar. La mera probabilidad de que lo que ha sucedido pueda repetirse debería ser suficiente para que tomemos conciencia y actuemos. Necesitamos una metafísica de lo posible para mantener atado lo real dentro de límites tolerables. Lo que impide que esta metafísica se hunda en un fatalismo arcaico o se refugie en las creencias apocalípticas es un pensamiento que asuma la necesidad de los sucesos futuros, un pensamiento que, al tomarse en serio las profecías, reconozca que lo más probable es que suceda lo que tememos. El temor es fundado. Y solo al aceptar esta realidad, podremos soportarlo.


Quizás, como nos enseña el relato de Noé, la respuesta es construir el arca. Pero no de forma literal, sino simbólica. Construir la única esperanza real: prepararnos, entender nuestra fragilidad, y amarnos mientras podamos.

¿En qué poner nuestra confianza? 

En Valencia esto ha venido después: toneladas de solidaridad. Algo es algo. En Ucrania tomará un poco más, y en Israel, mucho más, pues el odio está más enconado por décadas de sinrazones. Pero hasta la próxima. Mientras tanto, seguimos ocupados, como los amigos de Noé, al principio estupefactos por los augurios, pero distraídos, confiados en que la tecnociencia y las decisiones de los gobiernos nos salvarán. Ya hemos visto mil veces que esa esperanza es quimérica. Y como no tenemos seguridades sobre nada, y la fe ha perdido su conexión con la realidad, nos decimos a nosotros mismos que mejor no hablar de ello y aceptar con sencillez y sin pasión la vida biológica, puramente animal: cazar, comer, copular (aunque ya no reproducirse, porque tener hijos es antiecológico) y dormir. Olvidar pronto si no hemos sido afectados directamente, o resentir siempre si lo hemos sido. Mientras tanto, consumimos el ideal de vida de los últimos hombres nietzscheanos: un poco de calor humano o animal (por eso hay tanto perro con amo), y al final, «una última dosis de veneno para morir dulcemente» en Suiza o en el ambulatorio de al lado. Qué pena no haber escuchado a Cristo cuando dijo, según Mateo 24: “Se acercaron a él en privado sus discípulos, y le dijeron: ‘Dinos cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo’. Oiréis también hablar de guerras y rumores de guerras. ¡Cuidado, no os alarméis! Porque eso es necesario que suceda, pero no es todavía el fin. […] Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre”.

Para algunos, ya llegó. Los que aún quedamos, deberíamos empezar a construir el arca, la que trae la única esperanza real.

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