Al llamar a D. Alfonso para concertar la entrevista no esperaba otra cosa que me contestara su secretaria y sin embargo, a la pregunta de si podía hablar con (en mi cabeza pensaba «el gran») D. Alfonso López-Quintás responde: «Sí soy yo». Un intelectual ampliamente reconocido y con más citas en un día de las que cualquiera podría imaginar, logró sacar una hora en su ocupada agenda. «Es un placer para mi hacer la entrevista, me gusta ayudar a los jóvenes», me dijo. Y así la concertamos en su propia casa.
Casa de campo en un barrio céntrico de Madrid. Al entrar por su jardín parece como si estuviéramos en un pueblito de su barrio natal, una aldeíta cercana a Ferrol, en La Coruña. Pero no, era Madrid, y al recibirme con gran cariño y acogida pasamos a una salita con una pared llena de libros de arte, música y filosofía. Muebles sencillos y acogedores y él, sentado en una silla en frente mío, mientras me ofrecía el sillón principal del cuarto de estar. Su aspecto era elegante a la vez que sencillo, con una chaqueta azul y una camisa a blanca, resaltadas por un pañuelo en el cuello y, encima, una cazadora. Daba la sensación de estar yendo un domingo a visitar a los abuelos y tener esas conversaciones que dejan tan buen sabor de boca, de experiencia, de memoria profunda, de sabiduría de vida.
«Estaba escribiendo un artículo sobre la libertad de expresión a raíz de la desgracia de París» me comentaba mientras nos sentábamos. Y conversamos un buen rato acerca del uso de la libertad, de sus límites y, sobre todo, de cuánta falta le hace a nuestra sociedad el aprender a pensar para juzgar los acontecimientos. Y él ya estaba con las manos en la masa para aportar su granito de arena…
Sin rodeos, entramos en el meollo del asunto, lo que más me importaba: Cómo descubrió su camino a la vocación filosófica y sacerdotal. ¿Se contraponían? ¿Le quitaba tiempo una a la otra? ¿Qué le había hecho tomar ese camino?
«Como yo lo entiendo, en la vida intelectual no puedes llevar vida social»
Y como toda historia, se remontó a su infancia, en un pueblito de La Coruña, donde se educó en una familia sencilla y cristiana formada por siete hermanos.
Todos los días se levantaba a misa a las siete de la mañana para ir caminando a otro pueblo cercano y con una sonrisa y algo de admiración me comentaba que no entiende, mirando hacia atrás, cómo tenía la fuerza de voluntad para ir con el frío que hacía. En aquella época no había una opción intermedia para los niños que tuvieran inquietud por la vida de piedad, no había movimientos seculares. Así fue como ingresó al seminario menor de la Orden de los Mercedarios a los doce años de edad.
«No sé explicarlo bien, era un presentimiento que yo tenía dentro», decía cuando intentaba explicar la razón por la que eligió ese camino vital.
Al continuar con su carrera eclesiástica, se encontró con libros de filosofía alemanes que le encandilaron. Y es aquí cuando entra la filosofía en su vida. Sin dudarlo y otra vez sin saber explicarlo del todo, supo de pronto que quería dedicar su vida a la formación de los jóvenes siguiendo el ejemplo de esos grandes filósofos que él empezó a admirar desde esas cuatro paredes del seminario. Romano Guardini o Karl Adam, entre otros.
«La juventud es para prepararse bien. Sabiendo perder también. Yo en la vida supe perder muchas veces»
«Es curioso porque estas intuiciones primeras influyen mucho en la vida», decía pensativo. Aunque él tenía claro su camino, no se atrevió a pedir nada a sus superiores, porque en aquella época no se pedía nada, no se pestañeaba ante la autoridad. No obstante, y por aquello de que no existen las coincidencias, los propios superiores le fueron encaminando hacia lo que sus sueños iban anhelando cada vez con más fuerza.
Después de contar un par de anécdotas universitarias, como por ejemplo, la vez que tuvo que hacer 13 exámenes en una tarde, paró en seco para resaltar la idea principal, como cuando los señores mayores se pierden en la ilusión que les hace recordar muchas historias pasadas. De repente, en un momento de parón, decide volver al punto principal: «Yo la filosofía la estudié porque yo presentía que eso lo necesitaba para hacer eso que yo quería, trabajar con los jóvenes».
«Con la carrera de filosofía me di cuenta que una gran calamidad de hoy en día es que no se sabe pensar bien. Gente ilustre, políticos, personas inteligentes… no saben pensar. Me di cuenta de que si queremos apoyar en bases firmes la vida actual, social, ética y el futuro de los jóvenes, no hay más remedio que aprender a pensar bien.
La gente se cree que así como ver es automático, pensar lo es también. Te pones a pensar y piensas, ciertamente. Pero el caso es que muchas veces piensas mal. Pasa con el ver. Si ves bien, ves lo que ves. Pero el ver estético es distinto. ¿Cómo ves un cuadro, algo bello, una obra de arte?»
Y pasando por la suave explicación de «El entierro del Conde Orgaz» y «Las Meninas», como un viaje en velero con viento en popa y marea tranquila, quedaba anonadada con la capacidad de penetrar la realidad que nos rodea que tenía este hombre que se parecía a mi abuelo.
Y este viaje nos sigue adentrando en un tema importante para este ilustre profesor: la soledad en la vida del intelectual. ¿Se sentía solo? ¿La cantidad de horas dedicadas al estudio valían la pena en detrimento de la vida social? ¿Cómo afectaba esto a su vida de sacerdote?
Sin tapujo alguno, lo primero que responde D. Alfonso es que al principio de su vida sacerdotal y, al mismo tiempo, intelectual, pensaba que no estaba viviendo su ministerio como él hubiera querido.
«Puramente escribir y dar conferencias aquí y allá, eso me desanimaba mucho».
Se recorrió todas las capitales de España y casi toda Sudamérica para enseñar su método. Se daba cuenta a partir de las múltiples experiencias con la gente que se encontraba que si no había alguien que se dedicara a lo intelectual, la gente se veía perdida. La respuesta de la gente lo iba animando aunque era una carga que claramente le pesaba. El hecho de ver a sus hermanos sacerdotes ejercer el ministerio sacerdotal le hacía pensar que eso era más satisfactorio porque tendría la oportunidad de ver directamente los resultados de sus acciones.
«Hablando con un profesor en América le decía que tenía sana envidia de mis compañeros mercedarios que predican, que están con la gente. Yo estoy como una rata de laboratorio todo el día estudiando. Si alguien viene angustiado con un problema y le ayudas, ves el resultado.
¡No se te ocurra tener esa envidia!, me dijo, qué sería de nosotros sin gente como tú, que se dedica a transmitir aquello que investiga para bien de la sociedad. Aquello me animó mucho.» Y desde aquél momento comenzó a ver de manera clarísima la falta que hacía de líderes que estudien bien los problemas con mucho esfuerzo para ayudar a los demás. El centro de su estudio son las personas, aunque no trate directamente con ellas. Son su motivación, su motor y consuelo.
«Como yo lo entiendo, en la vida intelectual no puedes llevar vida social. Tengo familia aquí en Madrid, pero casi no nos vemos ni hablamos. Si vas a ver a la gente te cuentas sus cosas, sus problemas, sus enfermedades. Por una parte a mi me gusta ayudar, pero por otra te desconcentra de la tarea intelectual y luego se hace mal. Hay que hacerlo con la conciencia de que así también estás ayudando a los demás, y hay que hacerlo bien. «
Cuando era profesor tuvo una vida social más amplia. Al preguntarle una experiencia positiva o importante con sus alumnos, aclara rápidamente que tiene que diferenciar los verdaderos alumnos de los alumnos infiltrados. Al negarse a impartir ética marxista en la Universidad Complutense, le pusieron dos o tres alumnos en sus clases para que interrumpieran continuamente y dinamitaran las lecciones. En una ocasión planearon matarle al salir de clase, cosa que no sucedió porque uno de los alumnos «verdaderos» le advirtió antes de que saliera y logró tomar un taxi. Al contar esta dura experiencia lo hacía con pesar y a la vez con gran sentido del humor. «Ellos tenían coches y eran los marxistas, yo, el facha, me iba caminando a mi casa, ellos predicaban la libertad y querían matarme».
Y después de contar esta experiencia de vida o muerte, pasó a lo que realmente le daba la vida: la relación con sus alumnos. Le siguen escribiendo, le felicitan en Navidad, se siguen viendo y le siguen agradeciendo todo aquello que les enseñó hace tantos años.
Después de casi una hora juntos, concluimos con una pregunta para las nuevas generaciones: ¿Qué consejo le daría a los jóvenes?
«Les diría solamente una cosa, bueno dos. La juventud es para prepararse bien. Sabiendo perder también. Yo en la vida supe perder muchas veces, me explico: Yo aprendí lenguas sin saber para que las iba a necesitar, «perdí» el tiempo. Aprender cuestiones que no sabes para que te van a valer. Estudie hebreo, ruso, alemán. Nunca pensé que el alemán me iba a servir tanto. Y luego las editoriales me comenzaron a hacer consultas de libros en alemán.» Hizo mucho hincapié en que no había que hacer todo por dinero, para que te pagaran con dinero. Muchas cosas se pagan con otras a lo largo de la vida, nos daba a entender.
«Yo no nací con los libros debajo del brazo. Fui tomando las oportunidades. Empezar con artículo que te piden, a veces te viene mal que te lo pidan pero lo haces. Y hoy a veces los jóvenes, también algunos en mi época, si no te pagan no haces nada. Es la tentación que tenemos todos, pero en la juventud hay que aprovechar las oportunidades. Cuando iba a Alemania iba en tercera clase en el tren porque no había quinta.» Y luego muchas personas que conoció y ayudó de forma desinteresada, gastando el dinero que no tenía, estuvieron para él en otros momentos de su vida.
«Hay que empezar por poquito.», decía con mirada confiada.
La palabra sacrificio, muchas veces malinterpretada con el sentido de dolor o pérdida, es la palabra que define a este gran filósofo y a esta gran persona. Sacro y facere: Hacer sagradas las cosas, honrarlas, entregarlas a los demás. La entrega de su vida a Dios y a los demás es, ya bien definido, aquel buen sabor de boca que deja el visitar la casa de D.Alfonso López Quintás.