Ante el desarrollo que acabamos de hacer surge una pregunta pertinente y seguramente la más relevante, cuya respuesta ordena y prioriza el resto de cuestiones que pueden hacerse a la Iglesia: ¿Puede la Iglesia ser la presencia de Jesús para el hombre contemporáneo? Es decir, ¿puede la Iglesia darnos a Cristo?
No se trata de una pregunta moral o social solamente, sino de la pregunta más adecuada al recorrido que hemos hecho hasta ahora. La Iglesia es una institución coetánea a todas las épocas desde hace dos milenios, eso provoca que los hombres y mujeres de cada tiempo puedan interrogarla sobre aspectos que tocan la vida cotidiana de los pueblos. Es legítimo. Pero se nos antoja que hay una pregunta previa que tiene más pertinencia a la pretensión que tiene la Iglesia y por la que podemos juzgarla con rectitud: ¿La Iglesia da a Jesús hoy y ahora? Porque si no lo da, ya puede ser una estructura intachable humanamente, pero será un fraude a la promesa que hizo Jesús y que creyeron seguir los primeros cristianos. Y si, por el contrario, esta Iglesia está llena de defectos, pero sigue teniendo y dando la presencia de Cristo, entonces cumple la primera misión. Luego ya se le podrá exigir el resto de peticiones justas.
Es decir, podemos dedicarnos a “interrogar” a la Iglesia sobre cuestiones de muchas índoles, pero se “escapará” entonces de aquella que verdaderamente la pone contra las cuerdas de la verdad. ¿Por qué es tan poco común que se trate a la Iglesia con esta exigencia y, sin embargo, se le exijan otras cuestiones? Lo veremos en el siguiente punto.
Hemos hecho un recorrido por la fundación y los primeros pasos de la Iglesia. Parece razonable pensar que Cristo quiso la Iglesia, pero aceptar que la pretensión de la Iglesia es poder dárnoslo es algo asombroso o escandaloso. Esta sería la pregunta pertinente, pero ¿por qué no la encontramos más frecuentemente planteada a la Iglesia? Seguramente porque la Iglesia que encontramos hoy no tiene la misma cara que la del Nuevo Testamento. ¿Será la misma? ¿Qué vemos hoy?
No es fácil o sencillo proponer el signo de la Iglesia a los seres de nuestro tiempo en que conocemos mejor las debilidades de los hombres y de las instituciones eclesiales. Somos igualmente más sensibles a los errores históricos de la Iglesia y a sus actitudes, de una sinceridad a veces dudosa.
La Iglesia presenta a los ojos del observador, incluso no creyente, un conjunto de rasgos paradójicos que profundizaremos y que podemos resumir en santidad-pecado, división-unidad. Estos contrastes entre su ideal y su realización concreta amenazan su credibilidad e incluso su misma existencia. El fenómeno Iglesia plantea un problema con todos sus rasgos paradójicos. Es como una provocación: nada más acercarse un poco da vértigo porque asoma la pretensión, Dios en Cristo está cerca. Vértigo que es tensión: entre asombro y escándalo porque también asoman sus arrugas. Es una llamada a una búsqueda de inteligibilidad, de un sentido.
Esta aproximación toma como punto de partida no ya los atributos absolutos y gloriosos de la Iglesia, sino las paradojas y las tensiones que la constituyen en su realidad concreta. Estas paradojas y tensiones intentamos comprenderlas, hay unos hechos observados en la historia y en el presente y una razón de sí misma que da la Iglesia: ella es realmente, a pesar de todo, entre los hombres signo de la salvación en Jesucristo. La trascendencia de la Iglesia aparece más bien como la clave de inteligibilidad para comprender el fenómeno en su totalidad y complejidad.
Por la existencia simultánea de rasgos aparentemente incompatibles a los ojos de la experiencia y de la historia humanas, y sin embargo armonizados en ella, la Iglesia evoca algo de las grandes paradojas de la presencia de Cristo en el mundo: sencillez y autoridad, humildad y pretensiones absolutas de aquel que se declara Hijo del Padre y salvador de los hombres. La Iglesia como Cristo es un misterio por descifrar.
La mayor paradoja de la Iglesia es la coexistencia en ella del pecado y de la santidad. Es también la que plantea más preguntas, incluso entre los creyentes, ya que para muchos es piedra de tropiezo, escándalo, auténtico sinsentido.
Ya las cartas de Pablo atestiguan que había en las comunidades primitivas faltas de fe y de caridad, envidia, mentiras, codicia, impureza. Los pecados de los miembros de la Iglesia afectan a la misma Iglesia a lo largo de toda su historia.
De este modo, la Iglesia es una comunión de pecadores y de santos. Aunque santa, está marcada por el pecado. Según la expresión tan sugestiva de los padres de la Iglesia, la Iglesia es una casta meretrix, una «casta prostituta». Esta es la paradoja. Se plantea entonces la cuestión: ¿Cómo una Iglesia manchada por el pecado puede seguir siendo signo expresivo de la salvación que anuncia?
La Iglesia como asamblea de santos y asamblea de pecadores es santa, en virtud de la fidelidad indefectible que le ha merecido Cristo, que la unió consigo para siempre como su esposa y su cuerpo. La Iglesia, a pesar de sus miserias, sigue siendo siempre, en su fuente, instrumento de salvación para el mundo. En sus miembros, la santidad ética depende de la respuesta más o menos generosa de sus miembros. La Iglesia totalmente pura y totalmente santa no se realizará más que en la escatología.
No se puede negar que la Iglesia es una comunidad visible, cuyo testimonio asume una forma no solo personal, sino también comunitaria. La calidad de los miembros de esta comunidad afecta a la imagen que presenta ante el mundo. Si esta comunidad vive del Evangelio es transparencia de Cristo. De aquí resulta una imagen fiel a Cristo y a su Espíritu. Por el contrario, el pecado establece entre los miembros de una comunidad unas relaciones interpersonales pecaminosas. Una comunidad que tiene a sus miembros divididos, que son egoístas, crueles, recelosos, inmorales, mentirosos y ladrones, es justamente calificada de pecadora. Si presenta un cuerpo y un rostro de pecado constituye un antisigno de la salvación, ya que contradice al Evangelio que anuncia.
No es posible silenciar o reducir la importancia de este aspecto de la Iglesia. Porque, en definitiva, es la imagen que la Iglesia presenta al mundo la que la convierte en signo expresivo y contagioso o en signo negativo de la salvación que predica.
Dicho esto, ¿cuáles son esos hechos, que pueden observar incluso los hombres de fuera, capaces de suscitar la admiración y hacer nacer la pregunta: si la salvación está en el mundo no estará en esa comunidad que se dice fundada por Cristo para salvar a los hombres? En otras palabras, ¿cuáles son en la Iglesia las manifestaciones visibles de santidad que, a pesar del pecado de sus miembros, pueden atraer la mirada incluso del no creyente? He aquí algunos de estos hechos:
En una palabra, incluso en sus miserias, la Iglesia sigue siendo una paradoja. En el seno del abismo encuentra la fuerza para recuperarse. La paradoja es que los hombres, tan débiles, tan miserables, encuentran la fuerza de mirar hacia adelante y hacia arriba. La paradoja es que la Iglesia, a pesar de sus debilidades, no cesa de producir regularmente santos suficientemente grandes y suficientemente fieles para ser propuestos a la imitación de todos. Los santos verdaderos, aunque no canonizados, son la transparencia de Cristo en la Iglesia.
La Iglesia ha ido acogiendo e incorporando a lo largo de los siglos a muchedumbres humanas. Esta pertenencia a la Iglesia que va acompañada generalmente de una integración profunda de las personalidades establece entre todos los miembros de la Iglesia, aunque se desconozcan entre sí y estén aislados en el espacio y en el tiempo, una verdadera «comunión».
Es una comunión compleja y exigente. Comunión hecha de una fe en unos misterios desconcertantes para la razón humana: Trinidad, encarnación, divinización de los hombres, resurrección corporal, etc. Es también una unidad de exigencia, que invita al hombre a someter a la palabra de Cristo no solo sus actos exteriores, sino incluso sus pensamientos más secretos, sus deseos más íntimos. Es la exigencia de una preferencia que puede llegar hasta la eventualidad del martirio.
De hecho, la Iglesia manifiesta en su predicación la voluntad de no dejar que caiga nada del mensaje recibido, de no alterarlo, pero al mismo tiempo reconoce la obligación de comprender el Evangelio con un frescor siempre nuevo para sacar de él respuestas inéditas a las cuestiones inéditas. Debe, declara la Ecclesiam suam (n. 34), insertar el mensaje cristiano en la circulación del pensamiento, de la expresión, de la cultura, de las costumbres, de las tendencias de la humanidad, tal como vive y se agita hoy por toda la tierra.
Además -como atestigua la historia de las misiones- convoca a todos los hombres de la tierra. Intenta construir, por encima de la geografía terrena, una geografía nueva, que reúna a todos, sin distinción de lengua, de color, de raza, de institución. Se trata de una expansión que va acompañada de una transformación profunda del espíritu y del corazón a partir de una opción libre, obtenida no por la fuerza de las armas, sino por una seducción de amor: el amor de Dios en Jesucristo.
La unidad de la Iglesia está siempre por rehacer, ya que siempre está amenazada: interiormente por el escándalo de los católicos o la división entre hermanos creyentes, y fuera por la persecución o la indiferencia glacial. La tarea de reunir a los hombres en la unidad de la caridad parece abocar continuamente al fracaso. Su unidad es precaria. La Iglesia no se cansa, no desespera jamás, no cede nunca al escepticismo, a pesar de estar siempre comenzando de nuevo debido a la persecución, la pereza o la traición de los hombres. Ha tenido cien veces motivos para desesperar y abandonar. Contradicha, rechazada, expulsada, pisoteada, aplastada, la Iglesia vuelve a comenzar y se empeña, por los mismos caminos del amor y con una obstinación paciente, en seguir edificando el cuerpo de Cristo.
Esta comunión de complejidad y de exigencia, basada en la libertad y en el amor, esta unidad que es a la vez fidelidad al mensaje de Cristo y actualización constante para estar a la escucha del mundo y de sus llamadas, esta unidad de credo en la pluralidad de perspectivas, de formulaciones y de sistematizaciones, esta unidad herida, pero seguida del arrepentimiento, de la Reforma y de nuevos intentos de restablecer la comunión con las Iglesias separadas, esta unidad en la catolicidad, a pesar de todos los particularismos, esta unidad de la Iglesia universal en la pluriformidad de las Iglesias locales, esta unidad interna, pero al mismo tiempo misionera, esta unidad precaria, siempre amenazada, pero nunca desanimada, que prosigue desde hace dos mil años, todo esto constituye una paradoja, un misterio.
Las tensiones enunciadas sintéticamente pertenecen al fenómeno de la Iglesia, todas son observables y están sometidas a la mirada de los testigos. Una sola de ellas bastaría para perder toda credibilidad o la misma supervivencia. Sin embargo, la Iglesia sigue adelante. De Cristo decían: ¿Quién es este hombre?; de la Iglesia se puede decir: ¿Quién es esta?
Con todos sus rasgos paradójicos, el fenómeno de la Iglesia se presenta como un misterio por descifrar. La Iglesia, por su parte, propone como explicación de ella misma el hecho de que todo su ser y su obrar proceden de una intervención especial de Dios en Jesucristo. Atestigua que, por sí misma, ella no es nada, sino que toda su fuerza de expansión y de cohesión, de santificación y de salvación le viene de Dios en Jesucristo. El sentido real del fenómeno Iglesia es la presencia activa en ella de Cristo y de su Espíritu, fuente de unidad y de caridad.
Semejante explicación no debe rechazarse sin examen, puesto que parece ser la única explicación adecuada de los hechos observados. Si se la admite todo queda claro, todo se hace coherente, inteligible. Si no, por mucho que algunos se empeñen en buscar explicaciones «naturales», la Iglesia con todas sus paradojas, con todas sus tensiones y sus veinte siglos de historia, no tiene sentido.
La Iglesia proclama que Cristo es el Hijo de Dios venido entre los hombres para inaugurar en la tierra el Reino de Dios, es decir, para transformar el corazón del hombre en un corazón filial y para reunir a todos los hombres en un solo pueblo de Dios, para hacer de él un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu de amor, que une al Padre y al Hijo. Pues bien, la Iglesia aparece en la tierra como la presencia visible y al menos incoativa de esta transformación anunciada. En el santo, concretamente, aparece un nuevo tipo de humanidad, es decir, un hijo de Dios que vive y actúa bajo el poder del Espíritu. Por otra parte, en la Iglesia aparece un nuevo tipo de sociedad que deja vislumbrar, con algunos indicios de su condición humana y terrena, ciertos rasgos más luminosos que son como el esbozo de una humanidad finalmente reunida en la unidad y la caridad, a imagen de la comunión trinitaria. Esta coherencia entre el Evangelio de Cristo y los rasgos paradójicos de la Iglesia lleva a concluir que la Iglesia es verdaderamente, entre los hombres -como ella misma declara-, el signo de la venida de Dios, el lugar de la presencia de la salvación en Jesucristo. La paradoja encierra este misterio. Este camino de aproximación, tomar en serio esas paradojas, no conduce a la evidencia, sino a una certeza moral, que puede motivar una decisión prudente.
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