El mensaje continúa hasta nuestros días

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Explicaba el presbítero milanés Luigi Giusanni que el mensaje evangélico se convirtió en un flujo humano ininterrumpido que llegó hasta su madre: “Y mi madre me lo dijo a mí, y yo a vosotros” (“Reconocer a Cristo” en El templo y el tiempo). Esta ha sido en esencia la experiencia de la Iglesia. Podremos cambiar madre por otra persona, pero el flujo humano ha sido el método a lo largo de la historia del cristianismo. No ha habido saltos en su transmisión, a pesar de las crisis que ha vivido y en muchas ocasiones propiciadas por ella misma, porque no siempre la Iglesia ha sido transparente en la transmisión de su mensaje.

Jesús llamó con todas sus consecuencias a los discípulos, puede resultar extraño que quisiera prolongarse en cobardes que no dieron la cara por Él o que incluso llegaron a traicionarle, pero el método que Dios ha elegido para darse a conocer está vehiculado por el ser humano, y no solo por aquellos aspectos que más agradan, sino por toda la persona, incluidas las cosas que desecharía si pudiera. 

Llevamos este tesoro en recipientes de barro, para que se vea claramente que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4, 7), decía Pablo refiriéndose a la Iglesia en Corinto al ver los problemas tan graves que tenían (problemas morales, violencia, incesto, etc.), igual que en la Iglesia de hoy. Por tanto, la continuidad en la historia tiene todas las grandezas y las miserias de la vida humana. Y así ha llegado a nosotros.

La Iglesia, como hemos visto, puede tener la potestad dada por Jesús, pero en muchas ocasiones ha perdido la autoridad moral por su comportamiento, aun así, la transmisión del mensaje no se ha extinguido, ni la celebración de los signos que la Iglesia primitiva tenía, como gestos que hacen presente a Jesús.

Esta paradoja nos la expresan muy bien algunos pensadores más o menos coetáneos a nuestro tiempo. Hombres y mujeres que se tomaban muy en serio su vida, y de ahí su búsqueda a veces desgarrada y defensiva, y que tienen un análisis y juicio sobre esta Iglesia.

Puede servir como muestra el ejemplo del filósofo francés del siglo XX, Jacques Maritain. Después de un largo camino de búsqueda personal y ante un sentimiento muy fuerte de aversión hacia la Iglesia Católica reconoce que es en ella donde está lo que buscaba. Su esposa Raïssa, con la que hizo este camino intelectual y personal, describe bien el recorrido y aquellas objeciones que tuvieron que solucionar:

"Si el debate especulativo había terminado para nosotros, teníamos todavía muchas repugnancias que vencer. La Iglesia en su vida mística y santa nos era infinitamente amable. Estábamos dispuestos a aceptarla. Nos prometía la fe por el bautismo, e íbamos a poner a prueba su palabra. Pero en la mediocridad aparente de la gente católica y en el espejismo que, a nuestros ojos mal abiertos parecía ligarla a las fuerzas de reacción y de opresión, nos era extrañamente aborrecible. Nos parecía la sociedad de los satisfechos de este mundo, que aprueba y se alía con los poderosos, burguesa, farisaica, alejada del pueblo. Pedir el Bautismo era también aceptar la separación de la gente que conocíamos para entrar en un mundo desconocido; era, así lo pensábamos, renunciar a nuestra simple y común libertad para ir a la conquista de la libertad espiritual, tan bella y real en los santos, pero situada demasiado alta, nos decíamos, para ser nunca alcanzada. Era aceptar la separación - ¿para cuánto tiempo? - de nuestros padres y de nuestros amigos, cuya incomprensión nos parecía había de ser total, y así lo ha sido en muchos casos; pero la bondad de Dios nos reservaba también sorpresas. En fin, nos sentíamos ya como “la escoria del mundo” ante la idea de la desaprobación de aquellos a quienes amábamos. Jacques continuaba a pesar de todo tan persuadido de los errores de los “filósofos” que pensaba que al hacerse católico tendría que renunciar a la vida de la inteligencia. Mientras solo nos preocupaba el espectáculo de la santidad y de la belleza de la doctrina católica, conocimos la alegría del corazón y del espíritu, y nuestra admiración iba en aumento. Ahora que nos disponíamos a entrar en el número de aquellos que el mundo aborrece como aborrece a Cristo, sufríamos, Jacques y yo, una especie de agonía. Aquello duró aproximadamente dos meses... Creíamos también que el hacernos cristianos suponía abandonar para siempre la filosofía. Pues bien, estábamos dispuestos –aunque no era fácil- a abandonar la filosofía por la verdad. Jacques aceptó este sacrificio. La verdad que tanto habíamos deseado nos había cogido en su cepo. Si Dios ha querido ocultar su verdad en un montón de estiércol, decía Jacques, tenemos que ir a buscarla allí".

Esta experiencia de paradoja también la recoge el jesuita Henri De Lubac. Esta consiste en que el cristiano porta en sí el poder ilimitado de Dios en un recipiente que, como tal, es limitado. Para él, el aspecto más característico del cristiano es que el encuentro que ha tenido es más decisivo que cualquiera de sus limitaciones y, precisamente, esa es su grandeza. Igual que Jesús, que sin dejar de ser hombre poseía la naturaleza divina, el cristiano participa de la misma divinidad, aun siendo la persona más mediocre que pueda encontrarse:

"La Iglesia está desposada con todas las características de la humanidad, con todas sus complejidades y sus inconsecuencias, con las contradicciones sin fin que existen en el hombre […] Desde las primeras generaciones cristianas, cuando apenas había traspasado los límites de la vieja Jerusalén, la Iglesia ya reflejaba en sí misma los rasgos –las miserias- de la humanidad corriente".

Esta humanidad corriente es la que el escritor José Jiménez Lozano tiene claro, vive y escribe sobre ello. Como corresponsal del Concilio Vaticano II fue madurando su experiencia eclesial hasta convertirse en un columnista que no dejaba indiferente con sus escritos. En ellos, semanalmente iba desplegando un vasto conocimiento intelectual y existencial de la Iglesia que provocaba una mirada sobre ella inteligente, realista y misericordiosa. Desde ahí sabía lo que se le podía exigir a la Iglesia y aquello que era imprescindible que diera a los hombres si no quería traicionar su propia esencia, dar al mismo Dios. Mostramos un fragmento de la entrevista que concedió a José María Gironella a finales de la década de los sesenta, momento vital para la Iglesia:

"Hacia el final del símbolo de mi fe, cuando lo recito, confieso (y suelo hacerlo con cierta energía) que creo “en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica”. Desde luego me resulta tremendamente más difícil que creer en Dios o en Cristo. Pero me resulta fácil el amarla […] creo en la Iglesia, porque creo que tiene el depósito de la verdad religiosa y ha sido instituida por Cristo para la salvación sobrenatural de la humanidad, no porque sienta una atracción especial hacia esta institución en su vertiente humana, cuya historia no ha sido excesivamente brillante y algunas de cuyas páginas me avergüenzan o me irritan. Diré, como Mauriac, que en esto me diferencio de quienes estiman a la Iglesia porque les gusta, aunque no crean en su condición sobrenatural. También comprendo perfectamente las servidumbres de todo tipo que supone la Encarnación de esa Iglesia en la historia y por eso tengo amor por sus debilidades. Tanto, como me encolerizan las actitudes de miedo, de hambre de dinero, privilegios o poder temporal. Si no amase a esta Madre, no me enfurecerían sus arrugas. Pero, aún con arrugas, no la cambiaría por nada: por ninguna ideología profana de alto valor humanístico, ni por ningún club de hombres geniales y selectos. Y a veces su estructura jurídica y el peso de su historia resultan un corsé incómodo e intolerable. Pues bien, yo gritaré contra esas construcciones, pero no me separé un ápice de su amor y obediencia".

La libertad que vemos que exige Jiménez Lozano a la Iglesia como camino irrenunciable para propagar el Evangelio a las gentes es la que parece haber encontrado Erik Varden, un obispo noruego de 47 años, cuando a sus 15 años al escuchar música le pareció oír “no has sufrido en vano, te levantarás y vivirás”. Este mensaje fue suficiente para que supiera que su vida había sido liberada de todo sinsentido. Decidió que el camino que estaba a la altura de este regalo en su vida era el del monasterio y se hizo monje cisterciense. Es ilustrativo su testimonio porque lejos de una fascinación que le impida ver la oscuridad de la Iglesia, él la ve y la coloca junto a la luz. Esta experiencia trae a la actualidad las palabras de Jesús al afirmar que el trigo y la cizaña convivirán hasta el final de los tiempos (Mt 13, 30). Varden se expresa en los siguientes términos:

“El espacio dentro del cual se desarrolló mi búsqueda fue la Iglesia católica. La observé primero desde la distancia atraído por su historia larga e ininterrumpida. Cuando entré dentro encontré un espacio cálido y hospitalario en el cual me encontraba a gusto. Había descubierto un entorno que abrazaba mis contradicciones sin comprometer la verdad. Podía dirigir y purificar tanto mi dolor como mi deseo. Cuando caí en la cuenta del alcance de la acción sacramental, por la cual todo lo que hay en el cielo y en la tierra se une en un único momento, curando todo, supe que había llegado a casa. La iglesia llegó a ser para mí una inspiradora de memoria. Me permitió leer mi banal y a veces escuálida vida dentro de la narrativa de la redención que no solo alcanzaba los tiempos del principio sino también los recuerdos del futuro, de la eternidad. Permanecer dentro del núcleo de esta narrativa es oír algunas veces con terrible claridad los gritos desoladores de la humanidad; es oír también la voz ronca del mal; Y ello no vagamente alrededor, sino en el corazón de uno. Uno puede solamente perseverar en tal escucha atendiendo al mismo tiempo otra voz discreta pero imperativa que habla “Está cumplido”. Se las arregla con genialidad armónica para unir los violentos gritos del “¡Crucifícalo!” y del angélico “¡Hosanna!” en un único acorde que surge de la disonancia y conduce a una belleza inaudita”.

Entrevista del presidente de ÁBSIDE Media, José Luis Restán, a Erik Varden con motivo de la celebración de Encuentro Madrid 2023.

En otras ocasiones sucede que el juicio negativo sobre la Iglesia de toda una vida queda desarticulado al encontrarse el bien que también se esconde en ella. Es el caso del antropólogo Mikel Azurmendi (1942-2021), fundador del Foro de Ermua, quien expresó en una entrevista en 2020 lo siguiente:

“Me doy de bruces con unas gentes que practican la vida buena, la viven. Viven una vida absolutamente bella entregándola a otros por amor a Jesucristo, y quedas alucinado”.

Entrevista del periodista Fernando de Haro a Mikel Azurmendi con motivo de la publicación de su libro «El abrazo. Hacia una cultura del encuentro».

Para ir finalizando este recorrido de testimonios, recogemos unas palabras del discurso de Benedicto XVI en el Puerto de Bríndisi, que expresan bien la intención y esencia que busca este Seminario:

"El estilo de Jesús es inconfundible: es el estilo característico de Dios, que suele realizar las cosas más grandes de modo pobre y humilde. Frente a la solemnidad de los relatos de alianza del libro del Éxodo, en los Evangelios se encuentran gestos humildes y discretos, pero que contienen una gran fuerza de renovación. Es la lógica del reino de Dios, representada —no casualmente— por la pequeña semilla que se transforma en un gran árbol (cf. Mt 13, 31-32). El pacto del Sinaí estuvo acompañado de señales cósmicas que aterraban a los israelitas; en cambio, los inicios de la Iglesia en Galilea carecen de esas manifestaciones, reflejan la mansedumbre y la compasión del corazón de Cristo, pero anuncian otra lucha, otra convulsión, la que suscitan las potencias del mal. Como hemos escuchado, a los Doce "les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia" (Mt 10, 1). Los Doce deberán cooperar con Jesús en la instauración del reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico, portador de vida, y de vida en abundancia, para la humanidad entera. En definitiva, la Iglesia, como Cristo y juntamente con él, está llamada y ha sido enviada a instaurar el Reino de vida y a destruir el dominio de la muerte, para que triunfe en el mundo la vida de Dios, para que triunfe Dios, que es Amor. Esta obra de Cristo siempre es silenciosa; no es espectacular. Precisamente en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. Con estos inicios humildes, el Señor nos anima para que, también en la humildad de la Iglesia de hoy, en la pobreza de nuestra vida cristiana, podamos ver su presencia y tener así la valentía de salir a su encuentro y de hacer presente en esta tierra su amor, que es una fuerza de paz y de vida verdadera. Así pues, el plan de Dios consiste en difundir en la humanidad y en todo el cosmos su amor, fuente de vida. No es un proceso espectacular; es un proceso humilde, pero que entraña la verdadera fuerza del futuro y de la historia. Por consiguiente, es un proyecto que el Señor quiere realizar respetando nuestra libertad, porque el amor, por su propia naturaleza, no se puede imponer. Por tanto, la Iglesia es, en Cristo, el espacio de acogida y de mediación del amor de Dios. Desde esta perspectiva se ve claramente cómo la santidad y el carácter misionero de la Iglesia constituyen dos caras de la misma medalla: solo en cuanto santa, es decir, en cuanto llena del amor divino, la Iglesia puede cumplir su misión; y precisamente en función de esa tarea Dios la eligió y santificó como su propiedad personal. Por tanto, nuestro primer deber, precisamente para sanar a este mundo, es ser santos, conformes a Dios. De este modo obra en nosotros una fuerza santificadora y transformadora que actúa también sobre los demás, sobre la historia. En el binomio "santidad-misión" —la santidad siempre es fuerza que transforma a los demás— se está centrando vuestra comunidad eclesial, queridos hermanos y hermanas, durante este tiempo del Sínodo diocesano. Al respecto, es útil tener presente que los doce apóstoles no eran hombres perfectos, elegidos por su vida moral y religiosa irreprensible. Ciertamente, eran creyentes, llenos de entusiasmo y de celo, pero al mismo tiempo estaban marcados por sus límites humanos, a veces incluso graves. Así pues, Jesús no los llamó por ser ya santos, completos, perfectos, sino para que lo fueran, para que se transformaran a fin de transformar así la historia. Lo mismo sucede con nosotros y con todos los cristianos. En la segunda lectura hemos escuchado la síntesis del apóstol san Pablo: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). La Iglesia es la comunidad de los pecadores que creen en el amor de Dios y se dejan transformar por él; así llegan a ser santos y santifican el mundo”.

Sin embargo, otras personas se han acercado a la Iglesia y han decidido quedarse al margen, como le ocurrió al pensador Hans Küng (1928), profesor de la Universidad de Tubinga, Alemania. El obstáculo que encuentra es el mismo que funda la propia Iglesia: la desproporción entre Dios y la Iglesia, de alguna manera el escándalo de su pretensión.

"Creo en Dios y en su Cristo, pero no creo en la Iglesia. Rechazo toda equiparación de la Iglesia con Dios, todo infatuado triunfalismo y todo egoísta confesionalismo".

En esta línea, y no porque se quedara al margen de la Iglesia, sino porque así es como empezó a vivirla y entenderla estando dentro de ella, está el filósofo francés Alfred Loisy. Fue un teólogo modernista que en su obra «El Evangelio y la Iglesia» de 1902 afirmó que Jesús predicó el Reino de Dios y vino la Iglesia”, indicando que mientras el mensaje de Jesús se refería a una realidad puramente espiritual, sus seguidores de alguna forma habían malinterpretado ese mensaje y dado paso a una institución que ha distorsionado la Buena Nueva de Jesús. Profundicemos entonces en los motivos de credibilidad que puede tener la Iglesia.