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En la primera parte del Seminario hemos visto que en cada uno de nosotros hay un irreprimible deseo de saber si merece la pena vivir. Es pertinente tomarse en serio este deseo porque es estructural a todos los seres humanos de la historia y porque de la respuesta que nos demos depende nuestra vida.

Podemos estar de acuerdo en que la vida no nos la damos a nosotros mismos. Eso abre la posibilidad de que haya un Creador, un Dios que la da. Si esto fuera así es instintivo volverse a Él para buscar la respuesta del sentido de la vida que reparte. Si Dios existe debe poder y querer responder a eso. Pero si así ha sido, también es evidente que no lo ha querido dejar patente, sino escondido en la historia, puesto que no tenemos los seres humanos un consenso sobre ello ni lo ha habido en ninguna generación.

Es en este punto donde reparamos en la posible respuesta que hemos venido analizando hasta ahora: Jesús de Nazaret. Este hombre nacido en Judea hace dos mil años dice de sí que es la verdad y la vida de todos los hombres y mujeres, tomando en serio el deseo que acabamos de mencionar. Si fuera verdad esta inaudita pretensión, todo cambia. De ahí que hayamos investigado las fuentes para ver si es histórica y pertinente esta propuesta. Tras el análisis de los Evangelios y otros escritos conocemos con rigor lo que Cristo dijo e hizo, como cualquier otra fuente de conocimiento de la historia antigua. Estos textos presentan un Jesús que se ofrece para perdonar las culpas, aliviar el sufrimiento, superar la muerte y acompañarnos en la vida. Esto es insólito, inaudito. Pero su existencia está tejida de obras que todos admitían como extraordinarias y verdaderas, hasta llegar al hecho más definitivo de su resurrección, para lo que no se ha encontrado coartada que la niegue. Si todo esto es así, llega el momento de preguntarnos dónde está hoy ese Jesús, dónde poder encontrarle para verificar todo esto, puesto que afirmaba que quería ser respuesta para todos, para nosotros también.

La pregunta por Jesús no es abstracta, sino existencial. Si nos acercamos con simple curiosidad intelectual enseguida veremos que hay afirmaciones que requieren un posicionamiento de nuestra libertad. Tenemos un testimonio que lo explica. La mirada de Carlos Fuentes (catedrático en las Universidades de Harvard y Cambridge, embajador de México en Francia, escritor mexicano que, junto a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, fue uno de los exponentes centrales del boom latinoamericano), es penetrante, expresa bien un misterio desconcertante que es la práctica inseparabilidad de la Iglesia y Jesús, cosa que no le gusta y en cierto sentido no acepta, pero que reconoce como misterio. Es este misterio en el que queremos penetrar como posible respuesta a dónde encontrar hoy a Jesús.

Veamos antes el testimonio del escritor Carlos Fuentes:

“Lo que asegura que Jesús siga en la historia es, sin embargo, lo mismo que le impide hacerse presente en la historia: la Iglesia cristiana, sujeta a los vaivenes de la vida política, de los compromisos y las excepciones, de las traiciones a Cristo, de la seducción de lo mismo que Cristo fustigó…. Lo extraordinario es que dos mil años de traiciones no han logrado matar a Jesús. Qué poco duraron los imperios del mal, el Reich destinado a un milenio según Hitler, el futuro comunista prometido por la burocracia soviética… ¿Cuántas divisiones tiene el Papa? Preguntó con sorna Stalin. Pues muchas más que el Kremlin. Pero esos ejércitos de la fe cristiana existen a pesar de, no gracias, a la institución vaticana. Esta aprovecha, pero no alcanza a apropiarse de la figura de Jesús, que constantemente rebasa a la Iglesia creada en su nombre. Jesús es el perpetuo reproche a la Iglesia. Pero la Iglesia tiene que tolerar a Jesús para seguir siendo. Jesús se le escapa a la Iglesia porque se convierte en un problema para los que están fuera de la Iglesia. A la caza de herejes e incrédulos, la Iglesia no ha podido, actualmente, reservarse a Jesús porque Jesús extiende los valores de la vida eterna a los valores de la vida en el mundo y allí se vuelve algo más que un frágil Dios que se hizo humano. Se convierte en el Dios cuya fuerza es su humanidad. Y es la humanidad de Cristo que lo mantiene vivo como problema para una modernidad que puede tener temperamento religioso sin fe religiosa. El católico relapso Luis Buñuel; el protestante fuera de la Iglesia, Ingmar Bergman; el religioso social y civil Albert Camus. Pero también los hombres de fe capaces de ponerla a prueba en el mundo, Francois Mauriac, Georges Bernanos, Graham Greene. Y sobre todo la mujer de la fe, Simone Weil, que se pregunta: ¿Se puede amar a Dios sin conocerlo?, y contesta: Sí. Es la respuesta terrible a la terrible pregunta de Dostoyevski: ¿Se puede conocer a Dios sin amarlo? Stavroguin, Iván Karamazov, contestan: Sí. Este es el dilema y solo Jesús lo resuelve. Una persona no es Dios, pero Dios puede ser una persona. De allí que millones de hombres y mujeres crean en Jesús y sean su fuerza, más allá de las Iglesias y las clerecías. Jesús no resucita a los muertos. Resucita a los vivos. Jesús es el corrector de pruebas de la vida humana”.

Carlos Fuentes, “En esto creo”, pp. 155-156

Este punzante análisis nos introduce a un tema necesario en un Seminario como este, aunque aquí solo podamos dejarlo esbozado, pero con las suficientes referencias como para seguir profundizando. Tomar en serio la figura de Cristo lleva a toparse con la realidad de la Iglesia. Como apunta Fuentes “lo que asegura que Jesús siga en la historia es, sin embargo, lo mismo que le impide hacerse presente en la historia: la Iglesia cristiana”. Con esta Iglesia tenemos que hacer cuentas si queremos encontrar hoy la presencia de Jesús.

¿Cómo comienza la Iglesia?

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Unos meses después de la muerte de Jesús bajo Poncio Pilato encontramos unos seguidores suyos que dicen que ha resucitado. Pero también encontramos que comparten una conciencia de grupo, de comunidad: se reúnen formalmente, celebran los mismos gestos litúrgicos (que llaman fracción del pan), comparten sus bienes (Hch 4), reciben nuevos miembros. Tienen claro que los doce apóstoles son las columnas que sostienen la nueva comunidad de creyentes y que Pedro es su cabeza, la cabeza de los Doce. Los tres Evangelios sinópticos repiten la lista de doce, lo que subraya el hecho de ese número simbólico y cuando falta Judas se apresuran a completar el grupo de doce. Tienen claro que hay que salir al mundo a compartir su encuentro con Cristo.

Por su parte, en el mismo tiempo, Pablo en la carta a los Efesios presenta la Iglesia como un edificio construido “sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo la piedra angular” (Ef 2, 20). Se refiere a la ekklesia (Iglesia) más de cincuenta veces en sus cartas, habla de diversas maneras de la Iglesia visible como el cuerpo de Cristo, como una comunidad de creyentes, como la casa de Dios, como columna y baluarte de la verdad. Además, escribe sobre «diáconos», «presbíteros» y «obispos», dando buena evidencia de que existía un clero cristiano diferenciado desde el primer siglo. Tras hablar así de la Iglesia, no hay registro de que alguien se levantara y lo acusara de innovar algo que Jesús nunca tuvo la intención.

Todo esto que apenas hemos indicado y que pasaremos más adelante a desarrollar es suficiente para preguntarnos: ¿De dónde viene esa conciencia? ¿Tiene algo que ver con lo que hizo Jesús mismo durante su vida?

1.1. El grupo de los Doce

La conciencia de comunidad parte de una llamada. Jesús llama a unos pocos nada más empezar su actividad pública, aquellos que había encontrado entre los discípulos del Bautista. El Evangelio de Marcos nos cuenta en su primer capítulo (Mc 1, 16-20) y el de Mateo en el cuarto (Mt 4, 19-22) que llama a dos parejas de hermanos que están en Galilea trabajando en la pesca y lo hace con una promesa llena de poesía: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. El Evangelio de Juan (Jn 1, 35-42) nos relata lo mismo acerca de los inicios de la vida pública de Jesús. Estaban dos discípulos de Juan el Bautista con él cuando este les señala a Jesús como el Cordero de Dios. Estos dos hombres estaban deseosos de conocer al Mesías y esperaban el Reino de Dios, cuya venida se anunciaba como inminente. Les basta esta indicación para que entiendan y surja en ellos el deseo de un encuentro personal con el Maestro. El diálogo de Jesús con los dos futuros apóstoles es muy expresivo. A la pregunta: ¿Qué buscáis? Ellos contestan con otra pregunta: Rabbí —que quiere decir «Maestro»—, ¿dónde vives? La respuesta de Jesús es una invitación: Venid y lo veréis. En ambos relatos, Jesús acude a la realidad de los que tiene delante, les interpela en lo que les interesa. A unos les habla en términos de pesca, de lo que conocen bien, a otros directamente les pregunta por lo que desean. Los cuatro comprenden que el Mesías, si es Él, les está hablando a su vida. Comienza la formación de esta comunidad.

Siguen los encuentros hasta que Jesús suma doce miembros al grupo de seguidores. Les llama uno a uno, por su nombre. El destino de estos «llamados», de ahora en adelante, estará íntimamente unido al de Jesús. El apóstol es un enviado, pero, ante todo, es un «experto» de Jesús. Le conoce hasta tal punto que custodia su enseñanza, que va más allá de recordar el pensamiento del Maestro, lo que hace es seguirle y vivir con Él hasta asimilar su presencia a la de Jesús. Pero esto no es un empeño de los apóstoles, sino una decisión del fundador, de Jesús. A este respecto, leemos en Mateo (Mt 13, 10) que Jesús confiesa a los Doce haberles dado a conocer el secreto del Reino de los Cielos. Lo que les cuenta a los apóstoles no está al alcance de todos, les da un entrenamiento especial.

Veamos el relato de la llamada a los Doce y cómo este está lleno de signos y gestos significativos para el pueblo judío:

“Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios: Simón, a quien puso el nombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo, y Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el de Caná y Judas Iscariote, el que lo entregó”.

Mc 3, 13

En este pasaje debemos detenernos en varios detalles. Jesús sube al monte para escoger al grupo de sus discípulos más cercanos, evidencia así un paralelo notable con otra escena similar en la historia de Israel: el momento en que Moisés sube al Sinaí. Y el hecho de que escoja a doce, y no diez o veinte, delata la intención de convocar, en los Doce, a las doce tribus de Israel, el Pueblo de Dios. Es decir, la pretensión de Jesús sobre este grupo se enraiza en la historia judía y concede al grupo la autoridad que este pueblo concede a Israel. O lo que es lo mismo, el número doce ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo. Jesús se dirige ante todo a Israel, así se lo afirma a la mujer cananea (Mt 15, 24), para «reunirlo» en el tiempo nuevo, escatológico que llega con Él. Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad tiende continuamente a la renovación del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar.

Marcos además señala en este texto tres objetivos que persigue Jesús al constituir a los Doce:

  1. Estar con Él
  2. Enviarlos a predicar
  3. Darles autoridad para expulsar a los demonios

El primer “objetivo” es la condición de los otros dos: estar con Jesús es para los apóstoles la base de su fe y su misión. Conocer a Jesús, tener con Él un encuentro personal es lo que le da consistencia a la predicación. En cuanto al poder de expulsar demonios, que ya hemos visto en la segunda parte del Seminario, indica el lugar en el que Jesús se sitúa, el lugar de Dios, el único que puede tener poder sobre el mal.

El pueblo de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico, de la esperanza final. Así lo podemos leer en la conclusión del libro de Ezequiel cuando hace memoria del camino recorrido y de la promesa a la que se acercan (Ez 37, 15-19; 39, 23-29; 40-48). Elige a los Doce para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de una misión: anunciar el Reino con palabras y obras. En este sentido, leemos en el Evangelio de Marcos y de Mateo que Jesús llamó a los Doce y los envió en parejas, dándoles la autoridad que tenía para curar a los enfermos y expulsar demonios. Les mandó predicar su mensaje, ese para el que les había preparado viviendo con ellos. No eran anunciadores de un pensamiento, sino testigos de una persona. Se trataba de la proclamación de una vida que habían recibido gratuitamente, no por sus méritos, y así debían darla. Y además les tranquiliza sobre su falta de capacidad, porque les dice que el Espíritu de Dios hablará por ellos. Se trata de una misión íntimamente unida a Él (Mc 6, 7-13; Mt 10, 5-8; Lc 9, 1-6; 6, 13). La evangelización no será más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo, así lo afirma Juan en las primeras líneas de su Evangelio al decir que por medio de Él se hizo todo, y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho (Jn 1, 3).

De esta manera, Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia. Estos Doce son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la Última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en Él. En cierto sentido, podemos decir que precisamente la Última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque Él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con Él mismo.

En este sentido, J. Ratzinger afirma lo siguiente:

“De ahí se sigue que la institución de la Eucaristía en la noche que precedió a la pasión no puede ser vista como una acción cualquiera más o menos aislada. Es la estipulación de un pacto, y como tal, la fundación de un pueblo nuevo, que se convierte en tal a través de su relación con la alianza con Dios”.

J. Ratzinger, “La Iglesia. Una comunidad siempre en camino”, pp. 15-16

Podemos pensar que esta misión, tan bien preparada por su iniciador, terminó al morir aquellos a los que había sido entregada. Sin embargo, son los propios apóstoles los que muestran seguridad, porque así lo habían recibido de Jesús, de que su misión habría de perpetuarse.

Los primeros cristianos atribuyeron importancia a este «colegio» especial de apóstoles que rodeaban a Jesús, este colegio de Doce. Una vez que Judas, uno de los doce, se suicida tras la traición al maestro, la comunidad cristiana se apresura a designar a otro para que tome su lugar. Merece la pena ver el relato en el que Pedro toma la palabra ya como cabeza del grupo:

“Uno de aquellos días, Pedro se puso en pie en medio de los hermanos (había reunidas unas ciento veinte personas) y dijo: «Hermanos, tenía que cumplirse lo que el Espíritu Santo, por boca de David, había predicho, en la Escritura, acerca de Judas, el que hizo de guía de los que arrestaron a Jesús, pues era de nuestro grupo y le cupo en suerte compartir este ministerio. Este, pues, adquirió un campo con un salario injusto y, cayendo de cabeza, reventó por medio y se esparcieron todas sus entrañas. Y el hecho fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén, por lo que aquel campo fue llamado en su lengua Hacéldama, es decir, «campo de sangre». Y es que en el libro de los Salmos está escrito: “Que su morada quede desierta, y que nadie habite en ella”, y también: “Que su cargo lo ocupe otro”. Es necesario, por tanto, que uno de los que nos acompañaron todo el tiempo en que convivió con nosotros el Señor Jesús, comenzando en el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue quitado y llevado al cielo, se asocie a nosotros como testigo de su resurrección. Propusieron dos: José, llamado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. Y rezando, dijeron: «Señor, tú que penetras el corazón de todos, muéstranos a cuál de los dos has elegido para que ocupe el puesto de este ministerio y apostolado, del que ha prevaricado Judas para marcharse a su propio puesto». Les repartieron suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles”.

(Hch 1, 15)

Este texto nos indica varios puntos importantes. El primero ya está mencionado, es Pedro el que toma las riendas, aquel que conoce la Escritura, conoce dónde se arraigan las enseñanzas de Jesús y sigue la Nueva Alianza. Y sobre esta certeza de lo querido por Jesús afirma que el puesto de uno de los doce debe ser ocupado para que la estructura apostólica continúe. Para eso piden a Jesús que les diga quién de los dos elegidos es el que quiere para que sea asociado al grupo. El nombramiento no es arbitrario y tiene la importancia de constituir una unidad que ellos entienden divina, asociada al fundador. Es decir, los apóstoles dejaron tras de sí una comunidad estructurada, bajo la guía de pastores reconocidos, que la construyeron y la sustentaron. Esto fue entendido por todos como el cumplimiento de los deseos expresos de Jesús.

Puede verse que el término “apostólico” referido a la Iglesia, ya desde muy antiguo, se vive como la garantía de que lo que se cree y lo que se hace está vinculado a Jesús a través del testimonio y la interpretación de la comunidad primitiva, la comunidad de los apóstoles.

El grupo de los Doce tiene una cabeza, que es Pedro. Esta diferenciación de Pedro con el resto de los Doce tiene su origen en una decisión de Jesús, no parece un invento posterior.

Lo vemos en el siguiente pasaje:

“Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen la gente que es el Hijo del hombre?. Ellos contestaron: Unos, que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. Él les preguntó: Y vosotros ¿Quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: ¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.

(Mt 16, 13-19)

“A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. 

(Mt 16, 19)

“Atar y desatar” son dos términos técnicos del lenguaje rabínico que primeramente se aplicaban al campo disciplinar de la excomunión a la que se “condena” (atar) o de la que se “absuelve” (desatar) a alguien, y ulteriormente a las decisiones doctrinales o jurídicas con el sentido de “prohibir” (atar) o “permitir” (desatar). Pedro, como mayordomo (cuyo distintivo son las llaves -Is 22, 22) de la Casa de Dios, ejercerá el poder disciplinar de admitir o excluir a quien le parezca bien y administrará la comunidad por medio de todas las decisiones oportunas en materia de doctrina y de moral. Sentencia y decisiones serán ratificadas por Dios desde lo alto de los cielos. La exégesis católica sostiene que estas promesas eternas no valen solo apara la persona de Pedro, sino también para sus sucesores y, si bien esta consecuencia no está explícitamente indicada en el texto, es, sin embargo, legítima, si se atiende a la intención manifiesta que tiene Jesús de proveer al futuro de su Iglesia con una institución que no puede desaparecer con la muerte de Pedro. Dos textos más, Lc 22, 31 y Jn 21, 15, subrayarán que el primado de Pedro se ha de ejercer especialmente en el orden de la fe, y que aquel le hace cabeza, no solo de la Iglesia futura, sino ya ahora de los demás apóstoles.

Explicación de la Biblia de Jerusalén. Nota 16, 18

Queda patente, por la solemnidad del momento, la voluntad de Jesús de dar a su Iglesia un fundamento, una roca, un poder en la tierra y en el cielo. En este fragmento podemos contemplar cómo Jesús da la autoridad a uno de ellos como cabeza y fundamento de la unidad de los Doce. De esta manera los primeros cristianos reconocieron la primacía de Pedro. El hecho de que Jesús cambie el nombre de Simón en Pedro es un acto en continuidad con la acción de Dios en la historia de Israel. Dios cambia el nombre de Abram en Abraham, el de Sarai en Sara, el de Jacob en Israel. Este cambio de nombre indica siempre una vocación y misión especiales y, en el caso de Pedro, esta vocación es la de ser piedra de la comunidad de seguidores a los que Jesús llama “mi Iglesia”. Este término del griego ekklesia –que significa asamblea – es traducción del hebreo qahal: precisamente, el término que se utiliza en el Antiguo Testamento para hablar del pueblo de Israel cuando aparece reunido en la Presencia de Dios.

Por su parte, poco a poco, se va desarrollando el aspecto jerárquico de la Iglesia. Es significativo que Pablo, un judío bien formado y lleno de carisma, que de alguna manera podríamos pensar no necesite para nada a los apóstoles, quiera conocer a Cefas y permanecer con él una temporada como cuenta en su carta a los Gálatas (Gal 1, 18), así como que quiera recibir la confirmación de “las columnas de la Iglesia” como prosigue contando:

“Además, reconociendo la gracia que me ha sido otorgada, Santiago, Cefas y Juan, considerados como columnas, nos dieron la mano en señal de comunión a Bernabé y a mí, de modo que nosotros nos dirigiéramos a los gentiles y ellos a los circuncisos”.

(Gal 2, 9)

Este gesto de tender la mano de Santiago, Pedro y Juan a Pablo y Bernabé era un signo institucional de transmisión de vida en Cristo. En los Hechos de los Apóstoles se muestra la conciencia que los primeros cristianos tienen de sí mismos, donde cada miembro cumple una función determinada, donde existe una jerarquía, se reparten las tareas y se acude a los apóstoles ante las dificultades que van surgiendo.

Nos paramos en este punto para narrar brevemente un ejemplo que puede ilustrar bien lo dicho hasta ahora. Se trata del caso de Clemente Romano, tercer sucesor de Pedro en la Iglesia de Roma, que interviene en asuntos disciplinares y doctrinales ante los corintios. En esta comunidad se estaba dando una sedición que, en opinión de Clemente Romano, era abominable e impía. La Iglesia de Corinto estaba fundada por Pablo y con una personalidad muy fuerte podría haber desacatado todo lo dicho por “el tercer papa”. No obstante, la reprobación es interpretada como un ejercicio de autoridad sobre la Iglesia de Corinto. Esta no duda en acatar las disposiciones de Clemente en un tiempo en que el último apóstol, Juan, aún vivía y se le podía haber consultado. Pero los primeros cristianos ya entienden que la autoridad moral de Juan, sin duda superior a la de Clemente, no era la que había que seguir para obedecer lo querido por Jesús, su fundador. Dice a este respecto el teólogo Johannes Quasten que la Iglesia de Roma habla a la de Corinto como un superior a un súbdito.

Descarga el capítulo de Clemente de Roma en la obra de «Patrología» (pp. 101-106). Versión original: Quasten Johannes (1955). Initiation Aux Pères De L’Église. Volume I (p. 56). Editions Du Cerf: París. 

En la fundación de la Iglesia, es interesante destacar el texto del experto Santiago Madrigal (2010) que recoge la idea de proceso genético, y enumera distintas etapas desde el Antiguo Testamento hasta la misión con los gentiles, así como los signos que pueden salvar el foso entre la iglesia prepascual y la postpascual: Origen y comienzos de la Iglesia según el Nuevo Testamento. En “Estudios Eclesiásticos” (vol. 85, n. 333, pp. 387-410).

Otras referencias:

  • Ratzinger, J. (2005). La significación de los santos padres en la estructuración de la fe. En «Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental» (pp. 157-181). Herder: Barcelona.
  • Altaner, Berthold (1956). Patrología. Espasa-Calpe: Madrid.

    Extraemos de este ejemplar algunas citas sobre el significado de “atar y desatar” en la fundación de la Iglesia:

    “El primado y la potestad de atar y desatar son privilegios personales de Pedro, que no competen a ningún otro obispo” (p. 161).

    “Cuando Cristo en un principio confirió a uno solo, Pedro, y solamente a él, la autoridad de atar y desatar manifestó para siempre su voluntad de que su Iglesia es y debe ser una” (p. 176).

1.2. Los 72 discípulos

Igual que Jesús tuvo una conciencia clara para llamar a Doce para las funciones que hemos visto, la tiene también para formar un segundo círculo de cercanos para una misión complementaria: el grupo de los 72.

Lo relata Lucas en su Evangelio de la siguiente manera:

«Después de esto, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: “El reino de Dios ha llegado a vosotros”. […]. Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado». Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”.

(Lc 10, 1)

A estos que selecciona de entre sus muchos seguidores les da un entrenamiento especial: les explicaba muchas cosas en privado (Mt 13, 10), porque su misión era preparar la visita de Jesús y volver luego ellos a contar cómo estaban esos pueblos que ya recibieron a Jesús, es decir, los enviaba en misión y les recogía después de preguntarles su experiencia (Mt 10). Podemos ver que Jesús tenía un interés específico en ambos grupos. Estos dos núcleos o círculos concéntricos de seguidores del Maestro, los 12 apóstoles y los 72 discípulos tienen suma importancia en el nacimiento de la Iglesia cuando tocó el momento de la expansión.

Este nuevo Israel conformado por los Doce y los 72 serán un pueblo nuevo y no solo un grupo. De este pueblo es de donde nacerán las 12 tribus de Israel anunciadas en el Antiguo Testamento, según lo creyeron los primeros cristianos. Estos dos grupos de personas tendrían la misión de unificar al pueblo de Israel para llevarlo a todas las naciones. Su vocación es universal y, por eso, la Iglesia es misionera, y lo es como obediencia a la petición del propio Jesús:

«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

(Mt 28, 19)

Después de la pasión y la resurrección de Cristo ese signo quedará esclarecido, el carácter universal de la misión de los apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los apóstoles «a todo el mundo» (Mc 16, 15), «a todas las naciones» (Mt 28, 19; Lc 24, 47), «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Tienen claro que hay que salir al mundo a compartir su encuentro con Él. Lo vemos en los primeros pasos de esta comunidad novel ya sin Jesús. Relata el capítulo quinto de los Hechos de los Apóstoles que fueron conducidos al Sanedrín y que allí el Sumo Sacerdote les interrogó sobre la osadía de seguir evangelizando cuando explícitamente se les había prohibido, a lo que añadió: “En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza”. Vemos que la conciencia de los cristianos desde el primer momento está fundada en este compromiso con Jesús por propagar su Evangelio. La misión continúa hoy. Ahora bien, habrá que ver si esto ha sido así, si la Iglesia que conocemos hoy en día es la Iglesia de Jesús.

1.3. El método de muchos maestros, pero con una novedad

Después de lo visto en el punto anterior conviene hacer una parada para subrayar un aspecto importante: el método de reunir primero a 12 y luego 72 es un método que han utilizado grandes maestros a lo largo de la historia. Cuando un hombre siente que tiene algo importante para decir a los demás, algo que permanezca vivo después de que él muera, siempre ha escogido el mismo método de permanencia: reunir un grupo de discípulos que, cuando él pase, continúe con la enseñanza de una forma de vivir, de una filosofía. Es el caso de Sócrates, Platón, Buda, y otros. Hay cosas de gran importancia para la vida que no se aprenden en libros, sino participando de las comunidades que las conocen, las estudian, las tratan de vivir.

Es claro que Jesús de Nazaret era uno de los que quería que su mensaje y su obra perdurara más allá de su vida terrena. Su método fue el de otros iniciadores, reunir un grupo de discípulos. Con ellos vivió unos años, escucharon sus enseñanzas, comprendieron su misión y aceptaron vivir para ella. El método no es nuevo, la novedad radica en la forma de presencia suya que tiene en el grupo de sus discípulos, que con los años terminó autodenominándose Iglesia.

La novedad radica en esa comunidad en la que estando juntos en nombre de Jesús le hacen presente “porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Es Él quien deja a esta comunidad los Sacramentos, signos e instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo asegura la presencia de Jesús en su Iglesia. Es significativo encontrar hoy en día a personas que siguen expresando el mismo encuentro que tuvieron Juan y Andrés en el siglo I al encontrar a Jesús. El encuentro de estas personas no se da con una aparición de Jesús, sino con alguno de sus Sacramentos.

Descarga aquí el encuentro intelectual y vital de Scott Hahn con Jesús.

Además, dejó la Palabra, aquello que quedó recogido de su vida y sus expresiones, que leída y meditada lo hace presente como alguien que realmente se comunica por medio de ella. En estos términos se expresaba Pablo al decir a los tesalonicenses lo siguiente: “De ahí que tampoco nosotros dejemos de dar gracias a Dios, porque al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, no la acogisteis como palabra de hombre, sino cual es en verdad: como Palabra de Dios, que permanece activa en vosotros, los creyentes” (1 Tes 2, 13).

La Palabra de Dios según el Catecismo de la Iglesia Católica.

La novedad del método de Jesús que le diferencia de otros maestros también es su delegación en el Espíritu Santo, para que sea este como acción de Dios el que hace posible que todo lo que Jesús hacía siga ocurriendo para todos los seres humanos de todas las épocas y lugares. Así lo recoge Juan en su Evangelio: “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn 14,15).

Sobre los dones del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento. Preparación para la JMJ 2011: «Nos da su espíritu, que nos une a Él y nos consagra». 

Así pues, ellos conservaron la estructura, o lo que es lo mismo, constituían Iglesias con la misma disposición, seguían confiando en el poder de los Sacramentos y la Palabra y el pueblo se reunía en torno a ellos. Los Doce se preocuparon de encontrar sucesores con el fin de que la misión que les había sido confiada continuase tras su muerte, como lo testimonia el Nuevo Testamento. Dejaron una comunidad estructurada a través del ministerio apostólico, bajo la guía de los pastores legítimos, que la edifican y la sostienen en la comunión y en la que todos los hombres están llamados a experimentar la salvación ofrecida por el Padre. Desde el inicio, como hemos visto, se da la conciencia de perpetuar la misión de los apóstoles. Así leemos en el capítulo 16 de los Hechos que las iglesias se robustecían en la fe y crecían en número de día en día (Hch 16, 2).

Es el momento de analizar si ha sido así, si la fe ha sido robustecida a través del crecimiento de este pueblo.