El ser humano siempre se ha preguntado lo mismo y lo ha hecho de muchas maneras. Podemos decir que esta es su herencia. Ninguna generación ha dejado de despertar a las preguntas o ha podido encontrar una respuesta infalible que haya pasado a sus hijos para ahorrarles la búsqueda. Desde el inicio de los tiempos, desde esa mano en Altamira que parece decirnos “yo he sido, aunque vaya a desaparecer”, los hombres y mujeres han buscado los porqués de la existencia, del mundo, pero, sobre todo, de su existencia particular. Vamos a hablar de las preguntas de todos a lo largo de los siglos, pero también de algunas actitudes posibles que se pueden adoptar frente a ellas y de la posibilidad del ser humano de mirar más allá ante esa pregunta buscando algo más.
El ser humano desea que su vida merezca la pena, ser feliz. Por eso, muchas veces asimila este deseo con encontrar un propósito en su vida, o algo mayor aún, un sentido, aunque no siempre lo formulará así. Lo propio del ser humano no es el instinto, sino la inteligencia y la libertad, pero también el instinto hace su papel porque todos esperamos que nuestro paso por la vida sea por algo y para algo. El punto de partida es el impacto que la realidad provoca en cada persona, puesto que la razón no funcionaría si no hubiera algo que la despertara.
Es cierto que no siempre ocurre así, hay personas a las que parece valerle lo que hay, sin hacer problema de lo que viven. Lo normal es que el sufrimiento por la injusticia, el dolor de la enfermedad y también el placer de la compañía amada, nos despierten. ¿En qué sentido? En la posibilidad de que nos preguntemos, aunque sea en mitad del ajetreo y sin mucha literatura, ¿por qué me ha ocurrido a mí esto?, ¿para qué?
La vida presenta situaciones ante las que pueden surgir multitud de interrogantes, sintetizados en la gran pregunta del sentido. El surgir de esta cuestión tiene diferentes nacimientos, según la persona que se la haga, su edad, su formación, su momento vital. Puede haber respuestas parciales, pero lo que el ser humano anhela es un sentido que ilumine todo: vida y muerte. Lo que ocurre es que a poco que intente dar respuesta a preguntas existenciales se percata de la dificultad de responder. Preguntarse no es un lujo, nos preguntamos viviendo, mientras nos ocurren cosas, y encontrar la respuesta no es un fogonazo, sino un camino. Los clásicos hablaban del homo viator porque se sentían peregrinos hacia la tierra prometida que no era otra cosa que el lugar donde se cumplirían los anhelos que tenían. El ser humano no deja de caminar, aunque esté triste, se levanta cada mañana como si alguien le hubiera prometido algo. Dice el escritor Jesús Montiel que “la esperanza abre los ojos de cada persona cada mañana, como los comerciantes la persiana de su negocio. Todos los días abrimos los ojos porque esperamos algo. Porque en el fondo creemos que algo va a llegar siempre”. El impulso brota de la cabeza y el corazón, reclama dejar de ser espectador de la vida y bajar al terreno de juego donde se apuesta todo. Este es el drama de la vida y son muchos los pensadores que destilan esta forma de estar en el mundo: la vida como una tarea que zarandea la libertad.
Consulta la «Carta a los buscadores de Dios» de la Conferencia Episcopal Italiana (2010) en la que se explica cómo todos, ateos y creyentes, partimos de las mismas preguntas. Incluso presenta al cristiano como un ateo que está continuamente saliendo de su ateísmo.
A lo largo de los siglos ha habido maestros que se han preguntado sobre el sentido de sus vidas y dónde encontrarlo. La pregunta, expresada de distintas maneras y en distintas épocas, habla de un corazón que no puede dejar de preguntarse quién es y qué hace en este mundo. Junto a esta manera de estar en la vida, otras personas prefieren no interrogarse, quizá por la imposibilidad de encontrar una respuesta, o porque les parece que esa respuesta está fuera de lo que puede conseguir el ser humano y ese fuera no existe, es decir, imposibilidad de que haya un sentido más allá del que cada uno pueda dar a su existencia. La naturaleza de cómo enfrentarnos a esta pregunta constituye en cada persona su identidad. No obstante, podemos estar de acuerdo en que el ser humano no parece acabado en cuanto a que no hay un propósito único y acabado para cada vida. Lo normal es que el ser humano busque la felicidad, parezca anhelar siempre algo más y tenga un deseo infinito de cosas buenas.
A continuación, presentamos una selección de autores, entre otros muchos que podrían citarse, que plantean las preguntas de un modo claro. Podemos conocer ya a los clásicos como Platón (427 a.C.), pero también personajes destacados de los siglos XIX y XX, como León Tolstói (1828), Augusto Guerriero (1893) o Indro Montanelli (1909). Más pegados a nuestro siglo, el cineasta Woody Allen (1935) o los cantantes Bob Dylan (1941) y Mick Jagger (1943) se han formulado las mismas preguntas. Todavía hoy siguen buscando pensadores tan actuales como el coreano Byung-Chul Han (1959). La lista podría ser interminable.
“A mí me parece, oh Sócrates, sobre las cuestiones de esta índole, tal vez lo mismo que a ti, que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente difícil en esta vida, pero que el no examinar a fondo lo que se dice sobre ellas, o desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es propio de hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas cosas: aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una revelación de la divinidad”.
Platón, «Fedón», p. 85
Lo que Platón subraya en el Fedón es que la vida está planteada como la travesía de un mar. Por un lado, sostiene que no tomarse en serio las cuestiones propias del ser humano es de cobardes y, por otro, que dada la dificultad de responder se requeriría la intervención de la mismísima divinidad para solucionarlas. Propone elegir alguna respuesta que haya satisfecho a la humanidad y decidir tomarla en consideración. Platón refleja muy bien el anhelo del corazón humano. ¿Quién no firmaría esto? Resulta difícil no estar de acuerdo con lo que acaba de afirmar el filósofo griego.
«Cuando escribía, enseñaba lo que para mí era la única verdad: que era preciso vivir para dar lo mejor posible a uno mismo y a su familia. Y así lo hice hasta que hace cinco años comenzó a sucederme algo extraño: primero empecé a experimentar momentos de perplejidad; mi vida se detenía, como si no supiera cómo vivir ni qué hacer, y me sentí perdido y caí en la desesperación. Pero eso pasó y continué viviendo como antes. Después, esos momentos de perplejidad comenzaron a repetirse cada vez con más frecuencia, siempre en la misma forma. En esas ocasiones, cuando la vida se detenía, siempre surgían las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Qué pasará después?
Al principio me pareció que esas preguntas eran inútiles, que estaban fuera de lugar. Creía que todas esas respuestas eran bien conocidas y que, si algún día quisiera ocuparme de resolverlas, no me costaría esfuerzo; que solo me faltaba tiempo para hacerlo, y que, cuando quisiera, daría con las respuestas. Las preguntas, sin embargo, cada vez me asaltaban con más frecuencia, exigiendo una respuesta cada vez con más insistencia, y esas preguntas sin responder caían como puntos negros siempre en el mismo sitio, acumulándose hasta formar una gran mancha.
[…] Comprendí que no era un malestar fortuito, sino algo muy serio, y que, si se repetían siempre las mismas preguntas, era porque había necesidad de contestarlas. Y eso traté de hacer. Las preguntas parecían tan estúpidas, tan simples, tan pueriles… Pero en cuanto me enfrenté a ellas y traté de responderlas, me convencí al instante, en primer lugar, de que no eran cuestiones pueriles ni estúpidas, sino las más importantes y profundas de la vida y, en segundo, que por mucho que me empeñara no lograría responderlas. Antes de ocuparme de mi hacienda de Samara, de la educación de mi hijo, de escribir libros, debía saber por qué lo hacía. Mientras no supiera la razón, no podía hacer nada. […] O bien, pensando en la gloria que me proporcionarían mis obras, me decía: “Muy bien, serás más famoso que Gógol, Pushkin, Shakespeare, Molière, y todos los escritores del mundo, ¿y después qué?”. Y no podía responder nada, nada».
Tolstói, «Confesión», p. 26
El gran literato León Tosltói, habiendo llegado a la cumbre literaria con Guerra y Paz y Anna Karenina, habiendo viajado por Europa, habiendo luchado en la guerra de Crimea y llevando 15 años asentado con la familia en su hacienda, tiene la necesidad de escribir su Confesión. Tenía 52 años. En este libro consideró vanos todos sus triunfos y se dio cuenta de que hasta entonces su vida había transcurrido a tientas, que sus logros carecían de interés porque no respondían a un propósito que pudiese sortear la pregunta más elemental: ¿Por qué hacer lo que hacía?
Tolstói fue consciente de la radicalidad de la cuestión: las preguntas se le imponían, no eran fútiles ni infantiles, y percibía que era inútil seguir adelante sin una razón para poder continuar. Ni la gloria literaria era suficiente. Así, todo su proyecto vital vio peligrar sus cimientos puesto que la existencia misma de esos cimientos estaba en duda. La urgencia de la pregunta se evidenciaba en el palidecer de cualquier otra cuestión y no admitía aplazamiento.
«Me dirijo a usted como el único que puede ayudarme. En 1941, con solo 17 años, me tomé en serio el eslogan ‘fascista perfecto, libro y mosquetón’ y dejé mi casa y mis estudios enrolándome en los batallones M. Combatí en Grecia contra los partisanos, fui herido, capturado después por los alemanes y llevado prisionero a Alemania. En la prisión enfermé de tuberculosis. Al volver a casa mantuve oculta mi enfermedad a todos, incluso a mis familiares. Y esto porque, en la mezquina mentalidad común, un enfermo de tuberculosis, aunque no sea contagioso (como es mi caso), es un ser a evitar, del que tener compasión y al que acercarse solo si estás obligado a ello y con mil precauciones. Y yo no quería esto. Sabía que no era peligroso y quería vivir como todos los demás hombres, junto a todos los otros. Volví a estudiar, me diplomé y encontré un pequeño trabajo. He vivido durante años de forma descuidada, olvidando con frecuencia el haber estado enfermo alguna vez. Ahora, sin embargo, la enfermedad progresa y yo siento que se acerca mi fin. Durante el día me distraigo intentando vivir intensamente. Pero de noche no consigo dormir y el pensamiento de que dentro de poco dejaré de existir me produce un sudor frío. A veces creo enloquecer. Si tuviera el consuelo de la fe podría refugiarme en ella, encontraría la resignación necesaria. Pero, desgraciadamente, perdí la fe hace ya tiempo. Y las muchas lecturas, quizá demasiadas, que me la hicieron perder, no me han dado en cambio esa frialdad, esa tranquilidad que permite a otros afrontar el paso serenamente. En definitiva, me he quedado solo e indefenso… Y por esto me dirijo a usted. Admiro su serenidad, que se refleja en todos sus escritos, y le envidio. Estoy seguro de que una carta suya me sería de gran alivio y me daría fuerzas. Si puede, le ruego que me ayude».
Petición de un lector. Semanario «Época», sección «Italia pregunta»
«…Pero dígame: ¿qué puedo hacer yo por usted? ¿Escribirle una carta? ¿Y para qué puede servirle una carta? Yo escribo solo de política y ¿de qué serviría que yo le escribiera de política? A usted sería necesario hablarle de otras cosas y yo nunca escribo sobre esas otras cosas, más aún, ni siquiera pienso en ellas; precisamente para no pensar en ellas escribo de política y de asuntos que, en el fondo, no me importan nada. Así consigo olvidarme de mí y de mi propia miseria. Este es el problema: encontrar el modo de olvidarse de uno mismo y de la propia miseria».
Respuesta de A. Guerriero. Semanario «Época», sección «Italia pregunta»
Augusto Guerriero es un magistrado, periodista y ensayista italiano de gran relevancia, atraído por todos los debates comunistas del momento. En la sección «Italia pregunta» del semanario Época, Augusto Guerriero publicaba la petición de un lector al que luego respondía. Se confiesa y es él quien pide ayuda ante una muerte que no se apiada de su falta de fe.
«¿Tengo derecho a ser ateo sin haber dedicado una parte de mi vida al estudio del problema supremo? Y al final de la impracticable búsqueda, concluye con esta confesión: Que nadie me pregunte si estoy satisfecho de haber dedicado estos últimos años de mi vida a tan arduos estudios. No tenía elección. Debía hacerlo. Pero el fruto es amargo. Uno avanza y luego se da cuenta de que el problema supremo ha quedado tan irresuelto como lo estaba antes, y lo único que ha aumentado es el tormento. No me buscarías si no me hubieras encontrado ya: es uno de los pensamientos más poéticos de Pascal, y solo con recordarlo se me saltan las lágrimas. Pero no es cierto. Se busca porque no se ha encontrado: quaesivi sed non inveni.
Quienes lean este libro no esperen que yo vaya a decir cosas nuevas… Es el libro de un hombre que, llegado al atardecer de la vida, ha perdido la paz. Pero la paz de la que gocé durante tantos y tantos años no era sino inconsciencia. Ahora ya no tengo la paz, pero soy consciente de mi drama mínimo. Tal vez algunos lectores se vean inducidos a dudar al leer estas páginas. Les pido que me perdonen. Pero recuerden que la duda es la condición natural del hombre que no desee renunciar a la razón. Fue Bonhoeffer quien dijo que el hombre debe acostumbrarse –yo diría resignarse- a vivir etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera). Etsi… yo diría quamquam, es decir, aunque Dios no exista. Pero el corazón, que tiene sus razones, no se resigna”.
A. Guerriero en F. Lambiasi, «El Jesús de la historia. Vías de acceso» (p. 154)
También nos sirve un testimonio del propio Guerriero, de sinceridad al final de su vida por una enfermedad avanzada, sobre el fragmento de un libro que versa acerca de la credibilidad de los Evangelios, «El Jesús de la historia», escrito por el obispo Francesco Lambiasi en 1985. Reconoce esa necesidad de una razón para lo que ha vivido y lo que viene. Lo que encuentra no es una respuesta, sino una claridad: que la paz que tenía era artificial, que el reconocimiento por su prestigio profesional no es suficiente. Y se da cuenta de que conocer su drama íntimo es mejor que vivir en la paz falsa.
“Quienes creen poder reducir la religión a un credo moral sin fundamento en un valor trascendente no pueden resolver su problema existencial, porque la Moral no posee en sí nada de Absoluto, siendo las reglas que ella dicta siempre relativas, en cuanto proclives a adaptarse a los cambios que se producen, en el tiempo y en el espacio, en las costumbres de los hombres.
¿Cómo negarlo? Yo mismo, que, en mi humildísimo caso, y sin ninguna pretensión de conseguirlo, busco en el estoicismo un modelo de comportamiento, debo reconocer su relatividad, y en consecuencia, su insuficiencia…
Quién puede negar que por un mero código de comportamiento, aunque hubiera sido el más elevado, nadie habría tenido la fuerza ni el coraje para subir a la cruz, y sin ese acto el cristianismo se habría reducido a una pura y simple “academia” de entre las muchas que pululaban en Palestina, destinadas solamente a acumular polvo en los sótanos de alguna sinagoga de Jerusalén. Yo también sé, Eminencia, que, ante uds. los creyentes, armados de fe en algo que les trasciende, es decir, en Dios, nosotros los que buscamos esta fe sin conseguir hallarle, no somos más que unos minusválidos. Minusválidos que no tendrán jamás la fuerza de convertirse a los demás hasta entregar su propia vida a cambio de la otra, y quizá ni siquiera de resistir a las lisonjas de un Nerón cualquiera. Pero ¿es suficiente? (Y esta es la objeción que me atrevo a plantear al cardenal, siempre, repito, con toda humildad). ¿Basta con la conciencia de tal minusvalía para dar la fe? ¿O hace falta algo más?
Sé perfectamente que así desembocamos en un problema, como es el de la Gracia, sobre el que, como es obvio, no puedo medirme con el cardenal Martini».
Diálogo entre Umberto Eco y el Cardenal Martini, «¿En qué creen los que no creen?» (p. 128-130)
«Lo confieso, yo no he vivido y no vivo la falta de fe con la desesperación de un Guerriero, de un Prezzolini, de un Giorgio Levi della Vida (limitándome a las tribulaciones de mis contemporáneos, de las que puedo prestar testimonio). Sin embargo, siempre la he sentido y la siento como una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora que ha llegado al momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca.
Espero que el cardenal Martini no tome esta confesión mía por una impertinencia. Al menos en mi propósito, no es más que la declaración de un fracaso».
I. Montanelli (febrero de 1996), «Corriere della Sera»
El periodista Indro Montanelli, hombre de éxito en su carrera como pocos, reacciona al diálogo entre el escritor Umberto Eco y el cardenal Martini con una carta enviada al periódico Corriere della Sera. Confiesa que la búsqueda tomada en serio hace temblar el alma y conlleva un riesgo. No es ningún divertimento, nadie desea atravesar el campo de la vida y no encontrar nada al final si eso fuera posible.
XL.— […] Al final de su filme, todo queda en suspense, como en la vida. No hay respuestas. ¿Cómo se enfrenta usted al misterio?
WOODY ALLEN. — Yo me enfrento al misterio de la vida de forma extraña. Lo paso muy mal, y lo digo en serio. Sufro mucho, tengo mucha ansiedad y miedo y estoy realmente confuso. Y combato todo esto lo mejor que puedo; por eso trabajo mucho. Me ayuda y me distrae de los problemas reales. Cuando trabajo, mis problemas se centran en los actores, el guion, el vestuario… problemas, más bien, fútiles, que, si no funcionan, tampoco sucede nada catastrófico. Cuando estoy en mi casa, pienso: «Dios mío, la vida es corta, terrible y triste y yo soy viejo».
XL.— Visto así, es comprensible que sea un adicto al trabajo.
W.A.— El cine es una distracción maravillosa. Hacer películas es mi mejor terapia y las hago por puro placer y diversión. También por desesperación, para no pensar cosas mórbidas. […]
XL.— Algo de optimismo debe de haber en su vida, ¿no?
W.A.— Lo único optimista en la vida es que hay momentos de placer. Son breves y esporádicos, pero son agradables. Para mí es placentero estar con mi mujer, jugar con las niñas…, pero no son más que pequeños instantes de huida. […] Vamos por la vida de forma frenética y caótica, corriendo y chocándonos los unos contra los otros con nuestras aspiraciones y ambiciones, haciéndonos daño y cometiendo errores. En cien años ya no quedará nadie que nos haya conocido y todos los problemas, las crisis económicas, los adulterios y demás no tendrán importancia. Eso: Todo es furia y ruido y, al final, no significa nada.
Revista XL SEMANAL (15 de agosto de 2010), «El País»
El irónico cineasta Woody Allen es mundialmente conocido por mostrar públicamente la insatisfacción que siente ante la pregunta por el sentido de la vida. Una herida por la que respira en todas sus producciones cinematográficas y que le hace afirmar que hace cine para obviar la pregunta de la muerte. No es rebeldía, sino que muestra su eterna duda, su búsqueda no colmada.
«¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que le llames hombre? Sí, y ¿cuántos mares debe surcar una blanca paloma antes de dormir en la arena? ¿Cuántas veces tienen que volar balas de cañón antes de sean prohibidas para siempre? La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento. La respuesta está flotando en el viento. ¿Cuántos años puede existir una montaña antes de que sea arrasada por el mar? ¿Cuántos años son capaces de vivir algunos antes de que se les permita ser libres? ¿Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza y fingir que simplemente no ve lo que pasa? La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento. La respuesta está flotando en el viento. ¿Cuántas veces debe un hombre levantar la vista antes de que pueda ver el cielo? ¿Cuántas orejas debe tener un hombre antes de que pueda oír a la gente llorar? ¿Cuántas muertes serán necesarias para ver que ya ha muerto demasiada gente? La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento. La respuesta está flotando en el viento».
Con razón se pregunta el cantante americano Bob Dylan: ¿Cuántas veces puede un hombre mirar en otra dirección y pretender que no ve nada? Muchas, pero también canta que al hombre eso no le permite ser verdaderamente libre, ser llamado con verdad un hombre.
«Dentro de la gran tradición del rock, rara vez se evoca el tema de la espiritualidad. Por tanto, he tenido que recrear esta canción (Joy, del disco Goddess in the Doorway) explicando que iba al volante de mi coche conduciendo a través del desierto, algo así como si fuese un solitario cowboy. En la vida real, en mi vida, procuro mantener una cierta perspectiva, alejarme un poco de mis bienes materiales y preguntarme qué hago en el mundo. Aún no puedo decir que haya encontrado la respuesta, pero al menos me hago la pregunta… En cualquier caso, me siento bastante alejado de la experiencia mística de Leonard Cohen. No me veo viviendo en un monasterio Zen. Jamás podría respetar unas reglas tan austeras. Lo curioso es que, al lado de la finca que tengo cerca del Loira (el château de la Fourchette) existe un monasterio de estas características. Los monjes han venido a visitarme varias veces. Y su compañía me resulta más bien agradable».
Revista Elle. Marzo de 2002, p. 138
A los 60 años el cantante de Los Rolling Stones decía en la revista Elle que seguía haciéndose la pregunta del sentido, aunque no sabía si iba a encontrar la respuesta. Incluso se retira con unos monjes en Francia a buscar la respuesta existencial de su vida.
Oh alegría, amor que traes. Oh alegría, haz que mi corazón cante. Y conduje a través del desierto. Estaba en mi tracción a las cuatro ruedas. Buscaba al Buda y vi a Jesucristo. Sonrió y se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. Dicho salto de alegría. Haz ruido. Recuerda lo que dije.
“La crisis del presente consiste en que todo lo que podría darle sentido y orientación a la vida se está derrumbando. La vida ya no se apoya en nada resistente que la sostenga. El verso de Rilke de las Elegías de Duino ‘pues en parte alguna hay permanencia’ expresa del mejor modo posible la crisis del presente. La vida nunca fue tan escurridiza, pasajera y moral como hoy».
Byung-Chul Han, «Vida contemplativa» (2023)
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, residente en Berlín, se ha convertido en un referente actual del pensamiento contemporáneo por su crítica al capitalismo feroz, el dominio de la tecnología y la pérdida de las tradiciones pasadas. Lo que considera «quiebras del mundo de hoy» lo ha llamado las “no-cosas”. Con 26 años llegó a Alemania tras abandonar sus estudios de metalurgia y empezó a adentrarse en la filosofía de la mano de Hegel, leyendo una página por día en el idioma original. En relación con el estado de malestar permanente del hombre moderno sigue preguntándose la manera de superar ese mal.
Leyendo a estos autores vemos cómo existe la necesidad radical en ellos de encontrar el significado último, o al menos la opción que parezca más razonable después de una intensa búsqueda. La vida puede llegarse a paralizar, como le sucedió a León Tolstói, cuando estas preguntas no encuentran respuesta. A veces podemos buscar distracciones nobles y bellas cuando el vértigo de la muerte toca nuestra puerta. Quizá no creemos en la trascendencia, en la posibilidad de “algo” fuera de nosotros que dé sentido a la existencia, pero ¿quién no se ha preguntado alguna vez qué pasará después de que muramos? De esta manera, nos damos cuenta de que buscamos una respuesta que esté a la altura del deseo de nuestro corazón, una altura prácticamente inalcanzable.
El ser humano es libre de huir, ignorar o afrontar. Huimos de plantearnos la pregunta, ignoramos a priori una posible respuesta o afrontamos la búsqueda. Estas posturas no son excluyentes en la vida de las personas. En muchas ocasiones, nos movemos de una a otra. Tampoco tienen una forma unívoca de presentarse, la huida puede ser sutil y refinada. Lo importante es tomar las riendas y decidir cómo queremos vivir.
Si se entiende que la vida es un camino la búsqueda normalmente es gradual. El hecho de buscar es algo progresivo a medida que la vida se va dando, dependiendo de las circunstancias que nos toque vivir, de la formación que tengamos, de las relaciones humanas que nos constituyan. Puede durar mucho o poco, puede ser de toda la vida y no responderse. Pero también cambia la intensidad de la pregunta, puede ser leve (ya la responderé) o imponerse.
Vamos a ver dos ejemplos de artistas en los que, de una forma u otra, se pone en juego la libertad ante la pregunta: Simon y Garfunkel y Belén Aguilera.
«Todo va bien, pero me siento regular. Una de cada cien veces me paro a revisar por qué a veces río y luego rompo a llorar, calor y frío, me siento bipolar. A veces algo que no sé identificar y es que creo que no es nada en particular, pero tengo la mala costumbre de callar y aunque preguntes nada, no te lo voy a contar porque no lo sé ni yo. Si me pasa algo o no estamos todos mal, acéptalo, estamos todos ocultándolo».
En esta canción, la joven artista Belén Aguilera plantea una experiencia común a todos: aunque todo vaya bien, el corazón grita por la necesidad de «algo más». Hay una insatisfacción, una pregunta (expresada de muchas maneras) que hace que el ser humano busque un «no sé qué», ese «nada en particular» del que habla Belén.
«Un día de invierno, en un diciembre profundo y oscuro estoy solo, mirando desde mi ventana a las calles de abajo sobre un manto de nieve recién caída. Soy una roca. Soy una isla. He construido paredes, una fortaleza profunda y poderosa que nadie puede penetrar. No tengo necesidad de amistad; la amistad causa dolor. Es la risa y el amor lo que desdeño. Soy una roca. Soy una isla. No hables de amor, pero he oído las palabras antes. Está durmiendo en mi memoria, no voy a perturbar el sueño de los sentimientos que han muerto, si nunca hubiera amado nunca habría llorado. Soy una roca. Soy una isla. Tengo mis libros y mi poesía para protegerme, estoy protegido en mi armadura, escondida en mi habitación, a salvo dentro de mi vientre. No toco a nadie y nadie me toca. Soy una roca. Soy una isla. Y una roca no siente dolor. Y una isla nunca llora».
Simon y Garfunkel han puesto voz y música a esa manera sutil de huir de la búsqueda, de la vida. Duro como una roca, solo como una isla, así también el ser humano que huye de la amistad y del amor, lugares donde muchas veces se descubre el sentido. Pero mayor es el precio a pagar cuando el hombre no sale de sí mismo a buscar los porqués que justifican su vivir.
Tanto Belén Aguilera como Simon y Garfunkel tienen una pregunta existencial sobre la propia insatisfacción. Belén la expresa sin tapujos, diciendo claramente que no sabe bien qué le pasa, que a veces no quiere pararse a pensar. Reconoce algo que no sabe bien qué es. Simon y Garfunkel sitúan la pregunta de forma evasiva, dicen que «duerme en su memoria», que se protegen de ella. Ambos la reconocen y se ponen frente a ella de dos modos: aceptándola o evitándola.
Ortega y Gasset expresa muy bien esta necesidad de que la libertad se ponga en juego. Al igual que Simon y Garfunkel y Belén Aguilera, con Ortega afirmamos que el primer dato de la experiencia que cualquiera de nosotros puede conocer es que la vida se nos da, no la elegimos. Con ella vienen las preguntas y la necesidad de hacer algo ante ellas, ese «quehacer» del que habla el texto que presentamos a continuación:
«La vida nos es dada, puesto que no nos la damos nosotros mismos, sino que nos encontramos con ella de pronto y sin saber cómo. Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer. Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario, quiero decir que nos encontramos siempre forzados a hacer algo, pero no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Solo en vista de ellas puede preferir una acción a otra, puede, en suma, vivir. (…) La vida es un gerundio y no un participio: un faciendum y no un factum. La vida es quehacer. La vida, en efecto, da mucho que hacer».
Ortega y Gasset, «Historia como Sistema». Revista de Occidente, 1947, vol. 6, I, 13 y VI, pp. 32-33y
El Homo Sapiens siempre ha buscado el sentido con su razón y su corazón. Tiene una tendencia constitutiva de buscar más allá una respuesta que no puede darse a sí mismo, de plantearse su existencia en relación con el sentido último de todo lo que le sucede, de su destino. También tiene la libertad para no hacerlo.
Este mirar más allá es la búsqueda de trascendencia. Lo que en la filosofía se llama la búsqueda del sentido último y en las religiones se identifica con la búsqueda de lo Absoluto o Dios. Esta conciencia religiosa del ser humano es la inteligencia que le lleva a percibir su existencia como algo configurado por su relación con lo trascendente. Y también vuelve a ser cierto que hay personas que no quieren navegar hasta esta tierra trascendente para entenderse, para comprender su vida. De nuevo el ser humano tiene libertad para hacer la travesía de su vida como quiera.
Esta religiosidad es anterior a las religiones, de hecho, es lo que las origina y posibilita. Puesto que la estructura religiosa es algo específico del hombre se trata de uno de sus constitutivos esenciales. Esto puede ser aceptado, integrado o expresado de distintas maneras. La creencia religiosa depende de cada uno, pero la estructura religiosa es algo connatural a todos.
Otra forma de expresar lo anterior es reconocer que el hombre contempla la realidad, toda ella, penetrada por el misterio y pone a prueba su razón. El rito y el mito son manifestaciones de la experiencia de individuos y pueblos que buscan comprenderse a sí mismos, comprender el mundo y su sentido.
Los dioses (y faunos) y ninfas del viejo politeísmo nos muestran el deseo con el que nuestros antepasados buscaron dialogar aun con aquello que no alcanzaban a comprender.
La conciencia religiosa del ser humano trata de penetrar el misterio y su relación con el sentido de la propia existencia y de esa manera se compromete la propia vida.
Hasta ahora solo hemos visto unos ejemplos que muestran un mismo fondo: que el hombre necesita algo más y no le vale cualquier cosa. Ahora veremos cómo ese «algo más» se convierte en muchas ocasiones, en la pregunta por un alguien. Desde los griegos hasta nuestros días, muchos hombres y mujeres que han pasado por este mundo han mirado al cielo llamando a un «Tú». Somos relacionales y nos cuesta la abstracción para comprendernos, necesitamos a otros, y a veces, a Otro con mayúsculas (creamos en Dios o no) que tenga respuestas finales, de ahí, como hemos visto, que un compositor como Coque Malla, que se dice ateo, cante a un Tú, a un Santo, al que le pide que haga el milagro de cambiar el mundo.
Verás a continuación algunos ejemplos significativos, sabiendo que hay muchos más y que cada persona podría aportar los suyos. Proponemos al dramaturgo griego Esquilo (456 a.C.), los filósofos Nietzsche (1844) o Miguel de Unamuno (1864), los poetas Pär Lagerkvist (1891) y Octavio Paz (1914), el cantante Coque Malla (1969), bandas tan populares como U2 (1976) o el grupo de pop rock madrileño Los Secretos (1980).
“No aguardes ningún fin a este suplicio, hasta que venga un dios y asuma sobre sus hombros tu culpa y baje a las cavernas del Hades y a las moradas sin luz que hay en el tártaro”.
Esquilo, «Prometeo encadenado», versos 1026-1029
En la mitología griega, Prometeo era el titán amigo de los mortales, conocido por robar el fuego de los dioses, darlo a los hombres para su uso y posteriormente ser castigado por Zeus por este motivo. Así fue como Prometeo invadió en el Monte Olimpo el taller de Hefesto (dios de la forja) y Atena (diosa de la guerra), y cometió tal fechoría para hacer el valioso regalo a la humanidad. El dramaturgo griego Esquilo, en su “Prometeo encadenado”, insinúa algo importante sobre lo que habrá que volver cuando, hacia el final de esa tragedia, hace a Hermes (dios mensajero) decir tal cosa a Prometeo.
Se descubren siete elementos en su obra: 1. El hombre está condenado a una condición mortal y miserable; 2. Esa condición es fruto de una culpa moral; 3. A pesar de todo, el hombre no pierde la esperanza; 4. Esa esperanza se ve permanentemente frustrada; 5. No puede superar por sí mismo ni esa culpa ni esa condición; 6. Toda superación depende de un poder sobrehumano; 7. Y ese poder tendría que asumir sobre sí la propia culpa.
«Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo estas palabras, en medio de una risa estridente:
‘Estirpe miserable de un día, hijos del azar y la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto'».
F. Nietzsche, «El nacimiento de la tragedia», p. 63
Friedrich Nietzsche (s. XIX) hizo una formulación explícita del sentido de la vida como problema en “El nacimiento de la tragedia”, donde el mitológico Sileno zanja con una respuesta nihilista, llena de orgullo y carente de ideales, las inquietudes del dios del vino Dionisio. Estos elementos son una constante en las leyendas antiguas. ¿Y son también los que están presentes en el drama de la pretensión de Jesús de Nazaret?
«Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas;Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes,
cuando Tú de mi mente más te alejas;
mas recuerdo las plácidas consejas
con que mi alma endulzóme noches tristes.[…] Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras».M. De Unamuno, «La oración del ateo». En «Dios en la poesía actual», p. 45
Miguel de Unamuno no se contradice a sí mismo, sino que expresa su forma personal de búsqueda cuando intuye que es imposible no mirar hacia arriba donde hay un «Tú», aunque sea para negarlo. Y busca con todo el hombre, no censura en la persona nada, ni en el Objeto posible:
“Hay personas, en efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro o con cualquier otro órgano que sea el específico para pensar; mientras otros piensan con todo el cuerpo, y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida”.
M. De Unamuno, «Del Sentimiento Trágico De La Vida», p. 36
«Un desconocido es mi amigo,
uno a quien no conozco,
un desconocido lejano, lejano,
por él mi corazón está lleno de nostalgia.
Porque él no está cerca de mí. ¿Quizá porque no existe?
¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia,
que llenas toda la tierra de tu ausencia?».Pär Lagerkvist, «El desconocido»
La poesía de Pär Lagerkvist, Premio Nobel de Literatura en 1951, expresa certeramente el deseo de ser correspondido por alguien, una persona, hasta tal punto que incluso su ausencia es reclamo de su presencia. La sed es signo de que el agua existe, no una prueba, es esperanza de encontrarla.
“Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben
sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
Alguien me deletrea”.O. Paz, “Itinerario Hermandad”, FCE, México, 1993, reimpresión 1995, p. 155. Y O. Paz, “Al paso”, Barcelona, 1992, p. 87
El poeta Octavio Paz lo intuye con una hermosa expresión poética sobre el despertar de su existencia.
“He trepado a las montañas más altas, he cruzado los campos solo para estar contigo. He corrido y gateado, he escalado los muros de la ciudad solo para estar contigo, pero aún no he encontrado lo que estoy buscando; pero aún no he encontrado lo que estoy buscando. He besado labios de miel y sentido en sus dedos el poder de curar, este deseo ardiente quemaba como el fuego”.
En “I still haven’t found what I’m looking for” (“Aún no he encontrado lo que estoy buscando”) de la banda de rock irlandesa U2 se expresa con más ahínco la desproporción entre el deseo de la respuesta y el no haberla encontrado. La canción enumera un sinfín de situaciones en las que el hombre debería estar satisfecho por lo que ve y, sin embargo, no lo está porque le falta el sentido. Este deseo ardiente que quemaba como el fuego es grito del hombre por encontrar la respuesta de su vida y el que lleva a subir las montañas de la vida y atravesar sus campos. De nada le vale al hombre realizar obras encomiables si el sentido de la vida no lo tiene. Y de nada le sirve decir que creemos en la venida del Reino si no nos hemos encontrado al Rey.
«Deja en el altar los regalos de los dioses que pedimos sin cesar. Rompe las barreras, las fronteras, el silencio y los palacios de cristal. Toca nuestra frente y devuélvele a la gente el instinto animal. Dinos nuestro nombre verdadero, enséñanos el fuego. Líbranos del tiempo, líbranos del miedo. Santo Santo, haz milagros. Mueve el mundo, cambia el rumbo. No te escondas, no te rindas. Santo Santo, oye el llanto».
«Tantas noches sin dormir buscando por ahí hasta otro día. Algo tiene que existir distinto a lo que vi en cada esquina. Sueño en algo que me haga salir de dentro de mí y pueda sentir que aparte de ti hay algo en la vida. Cuántos sitios recorrí, gente conocí, de pronto se olvidan. Qué difícil es vivir si no puedo elegir lo que quería. Sueño en algo que me haga salir de dentro de mí y pueda sentir que aparte de ti hay algo en la vida». El grupo de Los Secretos compuso la canción «Algo en la vida» para cantar al mundo que la búsqueda, más allá de uno mismo, lleva necesariamente a afirmar la existencia de lo «distinto».
Hemos visto cómo el ser humano pide un «Tú» que venga y escuche su petición, de lo contrario esta vida se convierte en una tragedia guiada por un azar caprichoso. Lo que es cierto, lo hemos visto en los ejemplos anteriores, es que esta Presencia o esta Ausencia con mayúsculas son lo que llena el corazón de cada ser humano y el motor de su búsqueda.
A continuación, vamos a ver qué tipos de certezas puede tener el ser humano y si el conocimiento puede ir más allá de lo cognoscible por lo tangible.