Verano es un deseo cumplido de quietud, es la reparación de las magulladuras del cuerpo y la mente. En cierto sentido, es lejanía, abstracción, tiempo de soledad reparadora y creadora, de compañía de otros y de uno mismo, de desmaquinizarse. La sobreexposición emocional, física e intelectual que pesa en los zapatos, en los atascos matinales y vespertinos, en las reuniones, cede a la quietud. Mi labrador color canela lo siente, lo vive conmigo y me acompaña. Su rutina también cambia. Se tumba, a ratos sestea, pero siempre alerta al movimiento de mi silla y el tintineo de su correa.
La vida bulle en la parcela seca y pajiza, castigada por el sol, que dista unos pocos pasos de mi casa, el trabajo arquitectónico e incansable de las hileras interminables de hormigas rojas y negras. El perro no las nota bajo sus patas y causa estragos en esas autopistas naturales (que yo procuro no pisar), se camufla entre los matojos y arbustos y pasea buscando la sombra de las encinas del campo mientras hace su trabajo: controlar los olores del campo, saludar a algún compadre y recoger las piedras que perezosa y ocasionalmente le lanzo para que las busque.
La banda sonora del paseo es el zumbar de las abejas, de las moscas e insectos voladores, cada cual en su idioma; mirar el cielo azul, enmarcado por las montañas, que pueblan gorriones y mirlos, el mismo por el que planea también algún milano o buitre despistado. Verano es sudor en la frente, el castigo del calor, poca actividad en el vecindario. Cumplidas sus responsabilidades, le silbo. Sabe que volvemos y remolonea intentando adelantar trabajo para el día siguiente. Le silbo de nuevo y le busco entre un campo todo amarillo, pero siempre le encuentro. Es el único ‘arbusto’ con un collar rojo y una medalla de San Antón.
Se oye alguna voz de niño y chapoteos en la piscina. Aprovecho para sentarme en la terraza y decidir: ¿libro, cuaderno para escribir, crucigrama? Lo dejo en la mesa y yo también me refresco. El deporte queda descartado hasta bastante más tarde. Descanso leyendo alguna novela, quizás escribiendo algún poema, o escribiendo a secas. A mi lado, o en el jardín, jadea rítmicamente. Lo acaricio y mueve el rabo complacido, como si de una recompensa se tratase. A veces le pongo un hielo al lado y lo disfruta como yo la bebida.
Conmigo, en la piscina o la terraza, mis hermanos y mis padres. Cada uno a su bola. Reina el descanso. Lo compartimos. Si surge, una partida de mus, ping-pong, un juego de mesa y empezar a tantear a los amigos, si no antes, para quedar en un bar o en la piscina de uno o la casa de otro. Verano también es eso: expectativa, que nos encontremos también en y con el descanso de otros. El animal permanece a los pies de la mesa. Como uno más. Espera las entradas de unos y las salidas de otros. Ladra de vez en cuando, mendigando algún mimo de los presentes, un poco de protagonismo.
Verano es dar gracias y disfrutar hasta cuando el perro duerme.
Este artículo pertenece a la serie #VeranoEs.