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Final feliz

Recojo el guante que me lancé a mí misma en la columna del mes pasado, en la que hablábamos de los cuentos y su manera de explicar y configurar la realidad y me propongo escribir aquí, para el mes de julio, de las canciones escritas a los grandes héroes. Lo hago también para no dejar cabos sueltos. Me gusta que todo quede recogido y limpito justo antes de marchar por vacaciones, por si acaso, cerrar “estando ya mi casa sosegada”.

Si bien los cuentos, decíamos el mes pasado, han servido en gran medida para entender el mundo y para poder interpretar en forma de mito los misterios de la vida, los cantos heroicos constituyen la otra cara de la moneda de la narración. Pensaremos hoy en la Ilíada y en la Odisea, y en la Eneida y en el Cantar de Mío Cid y también en Tristán e Isolda  y en Los hijos de Húrin. Los grandes poemas nos hablan de las hazañas y de las virtudes de aquellos hombres que merecen ser recordados.

Vamos a remontarnos cuatro milenios, casi cinco, hasta las primeras manifestaciones literarias de las que tenemos constancia. El Poema de Gilgamesh canta a un héroe que fue incapaz de conseguir la inmortalidad o la eterna juventud, canta un anhelo universal: escapar del mal, del sufrimiento y de la muerte, y canta sobre la locura que supone intentarlo.

Avanzamos dos mil años y dos mil kilómetros hacia el oeste, hasta Atenas, y encontramos a Homero rimando en hexámetros. El final de cualquier hombre antiguo puede considerarse trágico, ya que su perspectiva vital no alcanzaba mucho más allá de su paso por el mundo. La vida del hombre está sujeta a la servidumbre del tiempo, como dice en el canto VI de la Ilíada Glauco a Diomedes en su encuentro en la batalla: “Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres./ De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque/ hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera”.

En esta cosmovisión, la perspectiva trágica de la vida se acentuaba aún más, pues, tras la muerte tan solo se concedía al hombre una eternidad sombría y desmemoriada en el reino de Hades. No obstante, los héroes épicos tienen la conciencia de que su valor, su honor y sus virtudes guerreras permanecerán en la memoria de los vivos y en las canciones y esta forma de supervivencia en la fama consuela.

La gloria o kleos compensa, en cierto modo, ese sentimiento trágico. Y por eso aún hoy seguimos cantando la fuerza de Aquiles o el honor de Héctor, sus virtudes heroicas han prevalecido a la historia. Y representan esta certeza del mundo antiguo como arquetipos, como modelo de comportamiento del hombre en torno a las vidas que merecen la pena ser recordadas a través de poemas. Estas canciones conforman la protohistoria de un pueblo: “La gloria no es un orgullo insensato, sino un esfuerzo doloroso por salvar algo bello en la universal presencia de la infelicidad”, dice Moeller.

Así que los poemas empezaron a escribirse como sortilegio contra el olvido, como una realización de las vidas más altas. La gloria, la vida de la fama funcionan como el hechizo que mantiene vivos a los grandes hombres, les proporciona una manera de seguir haciéndose presentes, de actualizarse en la ausencia.

Así canta a la fama Jorge Manrique en su copla XXXVIII: “—No se os haga tan amarga/ la batalla temerosa/ que esperáis,/ pues otra vida más larga/ de fama tan gloriosa/ acá dejáis”. En estos versos, la mismísima Muerte consuela a don Rodrigo pues sus hazañas y sus virtudes ameritan una segunda vida que lo mantendrá patente en los corazones de sus deudos y en los labios de los lectores de su hijo. Y le anima, a continuación, con estos versos: “y con esta confianza/ y con la fe tan entera/ que tenéis,/ partid con buena esperanza,/ que esta otra vida tercera/ ganaréis”.

Por tanto, vemos que la literatura cumple sus tres funciones a través de los héroes: docere y delectare —enseñar a través de la experiencia estética, como ya explicamos en la anterior columna—; pero también movere, que para eso están los poemas épicos:

Nos recuerda Tolkien, en Sobre los cuentos de hadas, que los finales felices de las historias proporcionan al hombre un consuelo que alivia, pues esta alegría vivida a través de otros, aunque pasajera, nos provee con un atisbo de gloria. Estos finales “rechazan la completa derrota final” y son anticipo y anuncio de la Buena Nueva. Si decíamos el mes pasado que la Creación es la historia de amor más bella jamás contada, será el Héroe de esta historia —el protagonista, el Mejor entre todos los hombres— el que concede, gracias a un buen desenlace, la gracia súbita y milagrosa de un anticipo del Gozo; la Esperanza que solo proporciona el final más feliz de cualquier poema antes cantado.

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