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¡Feliz Pascua florida!

Es tiempo de alegría (este sintagma encierra dos de los regalos más ansiados por el hombre, así, por separado: tiempo y alegría; en expresión compuesta, se trata del no va más de las dichas. Pero no es ahora el momento de hablar de por qué el significado de una expresión siempre es algo más que la suma del significado de cada una de sus partes). “Pascua florida” es una forma muy española y casi en desuso para referirse a la Pascua de Resurrección, pero es hermoso hacer coincidir de forma metafórica el renacer de la naturaleza, la explosión de color y forma y luz de la primavera con el revivir del Resucitado.

Y ya sabemos que la metáfora es algo difícil de describir en su clasificación retórica o semántica o hermenéutica y que a ello se han dedicado las grandes mentes a lo largo de la historia del estudio del lenguaje y de la literatura y del pensamiento, que vienen a ser, en definitiva, partes de un mismo todo.

Pero aún más difícil de describir es el éxito de esta figura: sí sabemos (o intuimos) que hay experiencias del espíritu que no se pueden decir con palabras. No pueden ser habladas y por eso son in-(ef)-ables. Hay cuestiones que no se expresan bien con conceptos, que es como se organiza el intelecto al articular el discurso, sino que han de ser transmitidas mediante imágenes (lo que la metáfora, en esencia, es) que comunican de forma elocuentísima directamente al corazón.

Lo que a la razón le está vedado por ser difícilmente traducible al complejo morfosintáctico, la metáfora lo soluciona en un pispás (o de modo más acorde a estas fechas: “en un santiamén”, o “en menos que canta un gallo”). En Homero encontramos imágenes metafóricas sublimes como “Tan pronto como brilla la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos”; o la universal metáfora de la unión mística del alma (la amada) con Dios (el Amado) de San Juan de la Cruz, traslación cristiana del amor de Dios por su pueblo elegido ya presente en el Cantar de los Cantares, del Rey Salomón.

Volviendo a la Pascua florida  —y a la relación de ambas ideas— este resurgir de la vida no es más que la victoria sobre la muerte para siempre, y así, sobre el tiempo. Dios, que entra en la historia, sale de ella y la sobrevuela desde la eternidad. Dios que se hace carne corruptible, la transforma en cuerpo glorioso y cumple la promesa como garantía de esperanza infinita.

La Resurrección es el renacer, el revivir, el resucitar de entre los muertos por antonomasia; es la aliteración más bella (nunca la vibrante alveolar percusiva —/r/— se las había visto en una como esta, desde el trajín de San Mateo “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló y las rocas se partieron; y se abrieron los sepulcros”); es la metáfora más excelsa, pues este gozo que rescata a la humanidad de la sombra para siempre no puede ser expresado de ninguna otra manera que con la figura de las vendas en el suelo y dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús; es la imagen que vale más que cualquier palabra, más que todas las palabras.

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