Para los cristianos, la vida cotidiana es ocasión de recibir un don de Dios. Para los que no lo son, esas coincidencias o acontecimientos luminosos hacen que la vida tenga un sabor diferente, aportan ilusión, ese deseo con argumento que decía el filósofo. En la “Meditación sobre el don”, San Juan Pablo II ahonda sobre la verdad que contiene esa frase que usamos coloquialmente: “me lo ha mandado Dios”. Creyentes y no creyentes intuimos que hay una razón poderosa detrás de ciertos encuentros, muchas veces nos conmueve que alguien pronuncie esas palabras que tanto necesitábamos escuchar. Si estamos atentos, si tenemos verdadera sed del otro, el mundo que habitamos se convierte en un medio de intercambio de dones.
El don de la presencia persona a persona, cuando es real y el terreno es propicio, permite una fecundidad inaudita. Se sientan dos frente a frente, no parten de ideas claras y meditadas: se miran, se escuchan, se comparten, pidiendo que suceda ese milagro que responda a lo que anhela su corazón.