Hoy el sol ha madrugado. Las nubes, asombradas, se deshacen despejándole el vuelo y él juguetea con sus jirones como si fueran hilos sedosos de algodón de azúcar que le vinieran flotando hasta su boca golosa, rompe el frío como un punzón y se asoma sonriente e indiscreto para husmear en nuestros hábitos mañaneros.
Salgo a la calle, saludo al día por primera vez en el año encontrando claridad y sorteo a un palomo que engorda el cuello y bailotea alrededor de una hembra indiferente, poco interesada en acompañarle al huerto. Los árboles de los jardines ya se adornan con botones de colores que explotan al primer calor, iluminando las calles con ese esplendor caprichoso que tiene el arte efímero de la naturaleza. La primavera llega de nuevo nueva, como llega la amada a la puerta al final de la jornada con una novedad insistente y bienvenida.
Mi vecino, de común amargo como las tueras, tira demasiado de un perro menudo que se afana en orinar a toda prisa las ruedas de mi coche. “Parece que ya hace bueno”, me dice, animado como un tratante de Enciclopedias que viniese a venderme el futuro. “Así da gusto”, le contesto.
Hoy el despacho me parece tibio, blanco e impersonal. He comprado una cafetera gris que no ayuda a implantar la alegría. Es más moderna que la anterior, que venía tintada en un rojo apasionante, pero resulta sosa y no sabe jugar a la brisca. “Se puede ser de todo, menos aburrido”, le espeto en silencio. De repente siento la necesidad imperiosa de adornar las esquinas con matas verdes de ramas espigadas y me imagino el campus convertido en una selva de vida plena en la que nadie sabe qué encontrará solo un paso más allá.
—Buenos días. Vengo con una queja —un chaval del primer autobús, que aun así parece de buen humor.
—¿Trae una propuesta? —le respondo sin alzar la cabeza, expandiendo las cejas para hacer hueco y poder alcanzarlo con mis ojos, sinceramente demasiado pequeños.
—No.
—Pues vuelva usted mañana y me trae una.
Me resulta extraño que, sin más, acepte mis palabras, dé media vuelta y se vaya. Tal vez se estén acostumbrando a mis excentricidades y ya no atinen a enfilarme con el capote.
“¿Qué le pasará?” Me pregunto, molesto por haber dejado que se fuese tan deprisa.
En estas, me asomo al ventanal. La alborada ha derribado las puertas y por ellas brotan cuadrillas de alumnos bromeando chascarrillos y soltando risotadas. “¿Qué habrá sucedido que no me he enterado y se han resuelto todos los males del mundo?”
—Perdone —regresa el chico, que se esmera en simular ahora un talante más serio —Es que de verdad tengo un problema.
—¿Tienes ya la propuesta?
—Pues no se me ocurre ninguna.
—Pasa y buscamos una juntos.
El tema es serio. Su primera sonrisa lo escondía. Parece que no, no se han desvanecido todos los entuertos. Empiezo a sospechar que quizás mi ánimo jocoso no sea más que el efecto de una mayor dosis de vitamina D, el pie derecho que se me adelantó al saltar del colchón o yo qué sé qué químicas o azares supuestos. Me vienen a la cabeza los monólogos de Velchanínov, atosigado por remordimientos morales que intentaba atribuir a una mala digestión. Quizás Dostoievski empezó El Eterno Marido al ver despertar marzo.
Nos sentamos a la mesa y repasamos todo el mapa del asunto, todos los caminos, senderos y detalles, pero no es fácil encontrar una salida. Charlamos disimulando la preocupación. Ayer pasó el Madrid de ronda, pero eso es poco consuelo. Se ha acabado la huelga de los sanitarios. Vale, pero él no va nunca al médico y yo aún no me he enterado de qué centro de salud me toca. Despistarnos no nos basta.
Le suena el teléfono. Apenas dice nada, solo escucha. Me cuenta al terminar que su madre ha hablado con X, le ha dicho que Z y todo resuelto. ¡Que el Señor otorgue sabiduría a los que mandan!
Vuelvo al ventanal como un gato empeñado en alcanzar el punto de luz. “¿Y si sumamos los bienes que hay y le quitamos los males, nos saldrán las cuentas?” Me entran dudas. Pero, ¿y si hubiese algo más? Un algo más que no estuviese en esos balances que hacemos siempre sin amor, un algo más que fuese el dato decisivo, un algo más que diera sentido a todo, que nos permitiera surfear sobre los males y sufrimientos hasta disfrutándolos, aprendiendo de ellos mientras evitamos ese empeño en desmigajarlos.
—Buenos días —irrumpe en mi despacho un delegado extra motivado de elección reciente que me arranca del pozo de mis pensamientos y, sin darme tiempo a contestar, prosigue: “que hemos visto que es imposible recuperar la clase”.
—¡Pues todos suspensos! —profiero histriónico.
—¡¿En serio?! —otro que no me pilla.
—¡Ah! ¡Tú eres el delegado! Convénceme… Venga, entra y cuéntame qué es lo que pasa.
Está nervioso. Le dejo hablar intentado comprender las angustias de los de cuarto, muchos trabajando y otros atizados por el reto de la inminente salida de la universidad. Quiere sacar adelante la encomienda con la que vino y lo tiene complicado: el tiempo que me brindan con ellos me parece casi sagrado. ¿Qué será lo mejor en esta situación concreta? ¿Encontraremos al menos lo bueno razonable?
Le miro mientras me satura con sus angustias y siento una gran ternura. Pienso que tal vez en esta visita, o en las motas de una lluvia inesperada que se deslizan coquetas por los cristales, o en el aula repleta que me espera esta tarde, o en la reunión acostumbrada a la que tantas veces voy cargado con el espíritu de la rutina, o en la conversación que seguirá, o en el aquí y el ahora, pueda hacerse presente ese algo más, ese ingrediente al que no atendemos y que resulta ser el todo. Y es que yo quiero, de alguna manera es justo lo que quiero, que venga ese todo saciante y reparador. Quiero verlo y lo quiero ya.